Deslinde preocupante
Apregunta expresa, en el curso de una conferencia de prensa en Los Pinos, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, dijo ayer que su gobierno no brinda protección al cártel de Sinaloa, organización encabezada, según las propias fuentes oficiales, por Joaquín El Chapo Guzmán Loera, y enlistó, a renglón seguido, nombres de presuntos narcotraficantes vinculados con esa agrupación delictiva y capturados durante el actual ciclo de gobierno, como “ejemplos” de que se “ha atacado indiscriminadamente a todos los grupos criminales en México” y de que “ni protegemos, ni escudamos, ni toleramos a ningún grupo criminal del país”.
Tales declaraciones son, en sí mismas, una alarmante muestra del naufragio de la credibilidad gubernamental en materia de combate al narcotráfico y a la delincuencia organizada: si quien encabeza la actual administración se ve obligado a deslindarla en forma pública y oficial de uno de los principales grupos del trasiego de drogas y de la violencia delictiva, ello es indicativo del desgaste que ha sufrido la imagen gubernamental en los años recientes a consecuencia del incremento descontrolado de las acciones criminales, la inseguridad ciudadana y el poder económico, militar y de organización de los grupos dedicados a actividades ilegales.
Tal desgaste se refuerza por la demostración constante y exasperante de la incapacidad de los distintos niveles de gobierno para enfrentar al crimen organizado en general, y al narcotráfico en particular, de manera eficaz y desde sus raíces sociales, económicas e institucionales. Hasta ahora el despliegue de los operativos aparatosos y costosos con que el gobierno federal ha pretendido hacer frente a los grupos de narcotraficantes ha terminado por hundir al país en una violencia descontrolada, con un saldo elevado en el número de víctimas mortales –más de 17 mil en los últimos tres años–; ha representado un factor de quebranto sistemático al estado de derecho por parte de quienes tienen que resguardarlo, y no ha logrado frenar el vasto poder de fuego y de corrupción de las organizaciones criminales.
En el curso de la guerra confusa pero cruenta que el propio Calderón declaró al inicio de su administración, se ha ido extendiendo la idea de que el gobierno no persigue con el mismo celo a todos los cárteles, y que el encabezado por El Chapo se ve beneficiado por los golpes que las corporaciones militares y policiales propinan a sus competidores. De esa apreciación se ha derivado, en forma natural, la sospecha de tratos inconfesables entre la cúpula del poder político y la mafia de Guzmán Loera.
Es claro que, en un estado de plena vigencia de la legalidad, tales suposiciones, cuando no acusaciones abiertas –la formuló, por ejemplo, el diputado panista Manuel Clouthier Carrillo, al sostener que el cártel del Pacífico “no ha sido tocado” por el accionar gubernamental–, no tendrían razón de ser: tendría que darse por sentado que la tarea de las instituciones consiste en combatir el crimen, no en solaparlo.
En el momento presente, la incapacidad gubernamental de asumir con actitud autocrítica y transparente un trienio de errores e improvisaciones en su política de seguridad ha provocado que, junto con el sentir generalizado de zozobra y temor, crezca en la población la percepción de que el propósito central del gobierno en este ámbito ha sido publicitario, no legalista, y que algunos sectores de la opinión pública se pregunten si la falta de resultados –o los resultados contraproducentes– en la campaña oficial contra las organizaciones delictivas se debe a una connivencia entre éstas y las autoridades. Tal percepción no es producto del “desconocimiento” ni de una actitud “dolosa” en contra del gobierno federal –como señaló ayer Calderón–, sino una de las consecuencias de una estrategia fallida. Para despejar esa percepción las palabras no bastan, y a veces incluso complican más el panorama. Se requiere de hechos.
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