Hace ya muchos años, al firmar las últimas medidas de la Gran Sociedad” del presidente Johnson, nada menos que Richard Nixon declaró: “ahora todos somos keynesianos”. Como lo fue a lo largo de su tempestuosa vida, este truculento administrador del imperio lo mismo decidió la muerte de Allende y la Unidad Popular que abrió el mundo bipolar con el establecimiento de relaciones con China, pero ante todo fue ave de mal agüero y a partir de su dicho el país de Roosevelt empezó a ser el de Reagan y los adoradores del juicio final que con W Bush asolaron la patria de las libertades civiles que tanto embate resistió del macartismo y otras derivadas de la guerra fría.
Con Carter se abrió paso el verbo neoliberal y con el actor presidente adquiriría velocidad huracanada, inspirado por las ínfulas de revolución total de Margaret Thatcher: del “no hay tal cosa como la sociedad” de la baronesa, a “el gobierno no es la solución sino el problema” del soplón de Hollywoood que desmanteló lo que quedaba de la utopía realista del New Deal; la elite del poder estadunidense, y con ella casi todas las del mundo avanzado, se abocaron a realizar la “revolución de los ricos” que el fin del régimen bipolar y el desplome soviético hacía factible y, para ellos, justa y necesaria.
En nuestros lares se recibió este mensaje revolucionario con un “extraño sentido de pertenencia”, como alguna vez dijo José Antonio Ocampo, secretario de la Cepal, ahora en la Universidad de Columbia. Haya sido como haya sido, por las devastadoras crisis financieras de los años 80 o los demoledores brotes dictatoriales que quisieron fundar hasta una nueva civilización, cristiana y de mercado, como en la Argentina de Videla y Martínez de Hoz, o por la simple fuerza de las cosas y la dependencia contumaz de las modas del imperio que ha acompañado a nuestras capas dominantes, la fe liberista se abrió paso a sangre y fuego (y Chicago Boys) en Chile, o merced a la derrota de militares o la corrosión de partidos “prácticamente únicos” como en Brasil y México, y se impuso como reflejo instantáneo no sólo en los humores mediáticos y clasemedieros sino en el corazón mismo de las economías políticas de la región, donde tanto empeño y esfuerzo se invirtió para inventar sociedades dinámicas basadas en la industrialización y el empleo formal, bajo la dirección más o menos consistente pero no siempre sabia y eficiente, de sus estados.
La implantación del fideísmo mercantil, junto con la retracción de los estados, no trajo consigo patrias mejores y seguras, ni auspició que el progreso adviniera. El avance material y económico logrado tiene su fuente más bien en la violación abierta o sibilina del supuesto orden liberal globalizado, realizada por gobiernos urgidos de algún giro social y productivo ante el reclamo irritado de poblaciones sacrificadas en el altar del cambio global por demasiado tiempo.
Así lo muestran las historias recientes de Chile o Brasil, y la saga discreta de Costa Rica o Uruguay, donde contra viento, marea y veleidades tecnocráticas, pudo conservarse o reditarse un sistema de bienestar con Estado interventor.
Donde se atrincheró la vocación revolucionaria del neoliberalismo fue en esta patria de las revoluciones plebeyas que se supone es México. Con frenesí, los nuevos liberales de fin de siglo, adueñados del poder del Estado y de su partido (el PRI), pronto olvidaron las lecciones de sus mayores, soslayaron la tradición del liberalismo social que Reyes Heroles había actualizado para ellos, desmantelaron las capacidades de intervención y conducción económica del Estado y acabaron extranjerizando el sistema nacional de pagos, reduciendo a su mínima expresión la banca de desarrollo, con implicaciones destructivas para el campo y la pequeña y mediana industria, donde se teje la cohesión social. Con esto, minaron las bases del propio proyecto de modernización globalizada que aterrizó en maquilandia, basado en una apertura ingenua a la que le atribuyeron virtudes taumatúrgicas y transformadoras.
Ahora, el México “siempre fiel” no encuentra refugio ni consuelo ni con la morenita, y se vuelve el territorio de la desprotección integral, social, pública, personal. Lo que reina es el miedo, y una sola certeza: la de que el destino nos alcanza y no en la mejor de las circunstancias, con una juventud desperdiciada y degradada y fortalezas productivas diezmadas y asediadas por nuevas oleadas de inclemente competencia internacional por mercados que se achican o crecen poco para las urgencias de los que sin esperanza en sus naciones buscan en el exterior la tabla salvadora del naufragio económico y social de una globalización que acabó siendo, en palabras de John Gray, “un falso amanecer”: una utopía destructiva, como dijo Karl Polanyi, de aquella otra “gran transformación” que llevó a Occidente a las tragedias de inicio del siglo XX.
Ahora que “todos somos reformistas”, habría que tomar nota de esta historia del presente y no poner la carreta delante del caballo, como eso de “aprobar para luego debatir”. Como ocurrió con la revolución del cambio estructural del último cuarto del siglo XX, y ahora nos lo informan sus más conspicuos protagonistas, podemos, sin más, tirar al niño con el agua sucia de la bañera. Con el agravante de que el agua se acaba y los jóvenes cumplen años.
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