La Presidencia fuerte y la reforma política
Arnaldo Córdova
Los derechistas de todos los signos, incluidos en primer término los panistas que nos gobiernan, están que trinan contra las acotaciones y limitaciones que el juego político que se originó en las reformas electorales ha impuesto a los poderes antes omnímodos de la Presidencia de la República. Felipe Calderón propuso su reforma política por esa exclusiva razón: según él, no puede gobernar, no por inepto, como cada vez resulta más claro, sino porque un Congreso, integrado por diferentes fuerzas políticas que tienen intereses encontrados y en disputa, no le aprueba sus iniciativas de ley y no lo apoya en todas sus tonterías y ocurrencias. Todos los voceros de la reacción más recalcitrante le hacen eco, acusándolo, por cierto, de ineptitud, pero señalando al Legislativo como una fuerza que está militando contra la gobernabilidad del país.
Todos los reaccionarios de este país se están aplicando en encontrar cómo volver a fortalecer la Presidencia de la República y han descubierto que no hay otro camino que el de reducir los poderes del Congreso, limitar la acción malsana de los partidos (no se bajan de la boca la expresión tan detestable para ellos de “partidocracia”) y dar al presidente todos los poderes que se pueda. De hecho, en la letra de la Constitución, ya sobra decirlo, los poderes del Ejecutivo siguen siendo los mismos de antes, o sea, los de una Presidencia fuerte y prevaleciente sobre los demás poderes. Pero sucede que los presidentes derechistas que hemos tenido desde Ernesto Zedillo no saben ya cómo usar de esos poderes en un contexto democrático ya tan limitado como el que tenemos.
Carlos Salinas y Zedillo supieron desempeñarse mejor en el ambiente creado por la reforma política. Cuando la Constitución les incomodaba, simplemente la cambiaban, pero con el consenso de todas las fuerzas que estaban incluidas en su alianza derechista y, en todo caso, siempre encontraron en los demás los apoyos que necesitaban. Los panistas se han acostumbrado a gobernar violando abiertamente los preceptos constitucionales, de modo que ya ni les interesa cambiar la Carta Magna. Mandan al Congreso una iniciativa de ley anticonstitucional y en él la aprueban siempre con la alcahuetería de los priístas o, sencillamente, se conducen sin ley ninguna y, siempre con la ayuda de aquéllos, hacen lo que su malentender les aconseja.
Los panistas en el poder no saben gobernar, jamás tuvieron una idea de cómo hacerlo; ni siquiera los nuevos panistas, que no son más que lacayos de los empresarios o empresarios ellos mismos. Para gobernar hay que saber hacer política. Ellos jamás lo aprendieron. Con los priístas en el poder se comportaron fieles a su alianza. Pero cuando los priístas pasaron a la oposición ya no fueron una fuerza unida, sino dividida en los poderes locales ahora a cargo de los gobernadores. A Vicente Fox no se le ocurrió otra cosa que dar a los gobernadores priístas todo lo que le exigieron; entre otras cosas, una tajada enorme de los ingresos petroleros. Y Calderón no sabe hacer sino lo mismo, con el resultado de que ya no sabe de dónde sacar dinero para tener fieles a esos pillos feudales que sólo son fieles a sí mismos.
Para los panistas reaccionarios, todo el mal del mundo viene de los partidos y del Congreso en el que no saben cómo llegar a acuerdos y, al mismo tiempo, poder gobernar. Por eso Calderón piensa en tonterías como la segunda vuelta en las elecciones o en las iniciativas de leyes preferentes o, también, en la relección. Cree que, así, se le puede allanar el camino para poder gobernar bien y a su gusto. Es difícil saber de dónde ha sacado esas ideas, en el entendido de que esos partidos a los que se ha dedicado a denostar (siempre con la misma indecencia de la “partidocracia”) y a un Congreso al que quiere convertir en una oficina subalterna de Los Pinos, nunca aceptarán quedar a su merced así nomás.
El eterno debate en el que nos desenvolvemos sigue siendo el de siempre desde que nos ensayamos en las lides democráticas: gobernabilidad contra democracia. En los países tradicionalmente democráticos, ese debate siempre se resolvió a favor de la democracia. Si se quiere gobernar bien, hay que seguir las reglas de la democracia; entre ellas, la esencial y principalísima, que es lograr consensos mayoritarios para poder hacer una buena conducción del país desde el gobierno. Eso es un misterio para los reaccionarios que nos gobiernan el día de hoy. No saben cómo hacerlo y no les apetece hacerlo para nada. Su estilo de gobierno, el único que conocen, es someter a los otros o destruirlos, cosa que no tiene nada que ver con la democracia.
¿Por qué será que la derecha cree que sólo con un Ejecutivo autoritario se puede gobernar? La respuesta es obvia: porque no es ni puede ser democrática. Su vocación es la dominación sin condiciones y el saqueo de la riqueza pública, la que, por haber llegado al poder, cree también que es de su incumbencia. “Para eso me eligieron los ciudadanos”, dijo ese energúmeno que gobierna Jalisco. La riqueza y el poder político, conjugados en el gobierno de la sociedad, siempre resultan catastróficos para las naciones. Si a ello se agrega la ignorancia y el fanatismo, tenemos entonces la franquicia segura del desastre. Debo decir que no hay en eso nada contra la riqueza. Todos desearíamos que nuestro país fuera muy rico. Sucede, empero, que la riqueza no sabe gobernar, sino sólo depredar.
El que esté de moda la idea de que en México no puede haber una Presidencia fuerte si no es a costillas de los partidos y de la democracia, es un signo del atraso político en el que nos movemos y que nos puede llevar al abismo. Está claro que la democracia no es enemiga de la gobernabilidad. Sólo hay que hacer una buena democracia, y eso quiere decir algo que está en las antípodas del modo de gobernar de los reaccionarios panistas y sus alcahuetes priístas. Resulta ya cansado repetir que para obtener un buen gobierno hay que poner a todos de acuerdo. ¿Cómo?, pues tomándolos a todos en cuenta. No se puede gobernar con base en exclusiones, como lo imaginó y diseñó Salinas. Un buen principio sería que hay que gobernar también con la izquierda y dar a ésta la oportunidad real de contender por el poder. Eso es, al parecer, pedir demasiado.
La democracia es siempre inclusiva, de todos, sean cualesquiera que sean. No dejar llegar al poder al contrario es profundamente antidemocrático. Cerrarle todos los caminos es autoritarismo, y el autoritarismo nunca ha sido garantía de buen gobierno. Con la democracia real, efectiva, se puede gobernar. De hecho, es el mejor camino para el buen gobierno de la sociedad. Pero la derecha, blanquiazul o tricolor que sea, piensa que eso es imposible. En esas condiciones, no queda otro camino que la violencia, y con la violencia no se juega: se muere y ella lo destruye todo.
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