Decenas de millones de mexicanos están malnutridos. Al mismo tiempo, la mayoría sufren de obesidad o sobrepeso. Parece una contradicción, pero no lo es. De hecho, ambos males son complementarios. El problema no nos cayó del cielo, ni es sólo consecuencia inevitable de la evolución de la sociedad moderna. Se trata de una tragedia que tiene responsables y que pudo haber sido atacada tiempo atrás.
Desde hace varios años sabíamos que los mexicanos incrementaban su consumo de calorías en forma desmedida, sobre todo entre la población infantil. En paralelo, se redujo el número de horas que los menores dedican a la actividad física, tanto por la disminución de las sesiones deportivas en los centros de estudio como por los nuevos hábitos sedentarios de los niños, derivados de las nuevas tecnologías del entretenimiento.
México no es el único país con esta epidemia. Desde Estados Unidos, pasando por Australia, Inglaterra, Irlanda y hasta China, las tasas de obesidad no hacen más que crecer. Pero en materia de sobrepeso infantil México se lleva el primer lugar en el orbe.
En México, a la falta de actividad física y los cambios en los hábitos de consumo se suman la publicidad engañosa e intensiva de productos chatarra, la ingesta rápida y el acceso tan fácil que tienen los menores a estos productos. Con todo, lo más grave es el excesivo consumo de bebidas endulzadas. Un solo envase con 600 mililitros de refresco equivale a tomar alrededor de 16 cucharadas de azúcar y los niños llegan a consumir varias dosis al día de ese brebaje.
¿A qué se debe el alto consumo de carbohidratos en presentación líquida por parte de los menores mexicanos? Fundamentalmente, a que en seis de cada diez escuelas ellos no tienen acceso al agua potable. La autoridad educativa es la principal responsable de esta tragedia por haber sido incapaz de proveer la infraestructura necesaria para distribuir el líquido vital.
En los últimos 20 años se ha incrementado el presupuesto en educación en más de 300%. Todo ese dinero ha ido a parar a los salarios de los maestros y al gasto corriente en general, mientras que apenas 5% ha sido empleado para mejorar la infraestructura de las escuelas. La epidemia de obesidad y sobrepeso en los menores es culpa, sobre todo, de quien condujo así la distribución de los recursos en la educación.
Enfrentar ahora las consecuencias pasa necesariamente por alejar a las bebidas azucaradas de los centros de estudio y sustituirlas por agua potable suficiente. Mientras más se postergue esta solución a la epidemia, mayor será su costo, tanto en salud como en vidas humanas.
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