La crisis es rejega y agresiva, da tumbos y aparece como una serpiente con innumerables jorobas. En Europa se pasa de la tragedia griega al desplome español, donde se recibe con algo de pasmo el inicio de una recesión humana y social sin el consuelo de una recuperación estadística. El presidente socialista español aplica el menos socialista de los ajustes, se queda solo en el Parlamento e inicia una travesía por el desierto económico que impuso ya su cuota de daño social y no promete sino un cargo político mayor en votos, lealtades, cohesión democrática.
Resignados, los españoles revisan su cercano pasado de gloria y presunción y asumen, algunos un tanto festivamente, que “los mercados” se impusieron a Zapatero pero que lo que viene puede arrinconar un Estado de bienestar y una calidad de vida envidiables. Cómo encararán esto los ciudadanos y sus partidos, en particular los jóvenes que portan o aspiran a grados sin expectativas claras ni oportunidades ciertas, es pregunta abierta, como lo es aquella sobre los ritmos de una crisis que resortea más de lo esperado y hoy por hoy parece no tener fin sino una infinita capacidad para mutar y transmutar sin darle respiro a nadie.
Obama y los suyos tendrán que ofrecerle a Europa arrinconada algo más que el mensaje de Churchill a sus compatriotas, porque sangre, sudor y lágrimas parecían haber abandonado la dieta simbólica básica de una ciudadanía en expansión cuyos dirigentes no dejaban de ofrecerle interminables e inéditos logros. La Europa social tan prometida y alentadora se aleja con los días, y el horizonte comunitario se estrecha sometido a consejas de dureza teutona que parecen profecías autocumplidas de estancamiento económico y represión social.
En estas semanas de decaimiento y frustración, el ingenio y el coraje europeo que se ha sobrepuesto una y otra vez a las visiones pesimistas y las proyecciones mal intencionadas de quienes desde el otro lado del Atlántico le reprochan su cautela y renuencia a acompañar a la potencia hegemónica en sus pesadillas bélicas, brillan por su ausencia. Lo que marca la pauta es un triste sálvese quien pueda que no tiene futuro, porque como nunca antes en su historia Europa es una y el barco lo pueblan millones. La sabiduría ancestral acumulada puede renovar mensajes de aliento y renovación, pero por lo pronto lo que cunde es el desánimo. Daniel Cohn-Bendit califica de hipócritas a quienes le imponen a Grecia un ajuste draconiano sin asumir que el origen de su endeudamiento radica en la compra de armas impuesta o inducida por los propios poderes de la Unión.
Frente al dinamismo incontrastable de Asia y los primeros, titubeantes, signos de recuperación americana, el paisaje del Viejo Mundo es aún apacible pero carente de perspectivas que no sean las de apurar el trago amargo que le han impuesto unos “mercados” sin cuerpo ni alma pero que se han apoderado de la imaginación española o británica hasta dejar a sus pueblos sin opinión ni aliento. Un tiempo de espera y de molicie como no se había vivido en décadas.
No se trata de un spleen que pudiera atribuirse a la lenta decadencia que persistentemente le han pronosticado los belicistas gringos al sueño unificador europeo, tan bien custodiado por Monet o Delors, Brandt, De Gaulle, Mitterrand, Adenauer o Kohl. Lo que el mundo tiene enfrente es una oscilación mayor de sus ejes articuladores y el reto de imprimirle a su entorno un perfil efectivamente regulador, que abra las llaves de un gobierno y un derecho cada vez más mundiales para poder ser, algún día, efectivamente globales, como lo es ya su economía y quiere serlo su cultura.
Así lo mandan las enormes brechas entre capacidad productiva y de consumo, pero también las señales inocultables de un cambio climático y una masa demográfica portentosa que no sabe lo que quiere decir equilibrio o estabilidad poblacional. Con la migración, por la vía de los hechos y por encima del derecho nacional, esta población desencadenada se acomoda subversivamente a los cambios del mundo y reclama la acuñación de una ciudadanía global.
Los resabios de una transición mal hecha y peor vivida, aunque vorazmente usufructuada por sus reales y aparentes ganadores, han sometido a México a una siesta demasiado larga en la política y la economía, así como en sus costumbres y formas de convivir como nación grande a la vez que atribulada por su pobreza e injusticia. Este, el de esta crisis que no registra salidas claras y ciertas, ni siquiera para el coloso al que nos hemos asociado, debería ser el momento de replantear nuestros criterios de evaluación sobre las formas que elegimos para globalizarnos, así como sobre los mecanismos que hemos aceptado se nos impongan para gobernarnos y organizar la economía.
Este es el ajuste que tenemos pendiente y que no deberíamos permitir que se nos traduzca de nuevo desde los mentideros de Washington, Madrid o El Vaticano. El tiempo pasa inclemente y la vergüenza de circunstancias como la inseguridad, la corrupción, la tragedia educativa o el deterioro intencionado y desde adentro y desde arriba del petróleo, cae sobre todos nosotros pero debería caer sobre los responsables del gobierno y la dirección política. Con la investigación de la Corte sobre la guardería de Hermosillo, la vergüenza se vuelve ominosa muerte en el alma del Estado y el poder.
Bajo fuego y lodo, es crucial ver a lo lejos y asumir que sin proyecto no hay nación que defender, globalizar o modernizar. La hora de Europa debería ser también la nuestra.
In memoriam Bolívar Echeverría
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