lunes, 28 de junio de 2010

Mensaje para Gómez Mont



Sentada en una mesa de diálogo entre el más reconocido juez experto en trata de personas y el jefe de la policía anticrimen organizado, ambos españoles, entendí los mecanismos que impiden que en México la sociedad perciba los avances para erradicar la violencia.
En España se discutía qué herramientas utilizar para eliminar la esclavitud de casi dos millones de seres humanos (sexual, laboral, por matrimonios serviles, etc.) además de los dos personajes que he mencionado, estaban representantes de las organizaciones civiles de mujeres que desde hace veinte años rescatan y defienden a las víctimas de trata en este país ibérico. Estaba representado el Ministerio de Igualdad y el Ministerio del Interior (el Segob español). Cuando el jefe de la policía y el Juez aseguraron que para ellos resulta imprescindible el apoyo y enseñanza de las organizaciones civiles quedé estupefacta.
La líder de la red de refugios española hizo una crítica, evidenció las debilidades del sistema, pero reconoció los aciertos. Nadie se indignó ni hubo manotazos.
Al día siguiente, en México, Gómez Mont descalificó y tachó de ingenuos, ignorantes y “cómplices involuntarios” de los delincuentes a quienes defienden los derechos humanos de las víctimas. Un día él y el presidente exigen ayuda de la sociedad, al siguiente la desprecian y descalifican.
Entendí claramente que el gabinete presidencial en México ha pasado demasiado tiempo (algunos toda su vida) abrigado por las élites; que han sido incapaces de caminar descalzos, de comprender que todos los días millones de mujeres y hombres de México se levantan con una misión: rescatar, educar, entrenar, proteger, salvaguardar, defender, sanar e informar a mujeres, hombre niños y niñas indígenas y mestizas, de pueblos y ciudades.
El último informe de la ONU sobre la situación de las y los defensores de derechos humanos en México da cuenta no sólo de la vulnerabilidad en la que se encuentran quienes hacen el esfuerzo cada día por erradicar las desigualdades y defender la dignidad humana, también documenta esa violencia estructural que el Estado ejerce para descalificar, debilitar y vulnerar a la sociedad civil comprometida, que queda entre fuegos cruzados por colaborar con una autoridad que quiere súbditos y no cree ni en la igualdad ni en la libertad ideológica. Que quiere cómplices y delatores, no una ciudadanía fuerte y exigente.
Todo parece indicar que México está dividido entre quienes sí entienden que el país se sostiene porque millones de personas han tejido redes sociales grandes y pequeñas para sembrar la tolerancia, la paz la cultura y la diversidad, y quienes en sus espacios de privilegio, aislamiento o autoreferencia creen que nada está sucediendo porque no lo ven directamente.
Lo cierto es que las organizaciones civiles se sientan con los representantes del gobierno mexicano para demostrar que son actoras activas de la transformación; por desgracia casi siempre terminan siendo descalificadas, utilizadas para la foto, amenazadas o silenciadas. Pero una cosa queda clara: nadie las detiene. Algún día en la mesa se sentarán como iguales, mientras tanto habrá que seguir evidenciando cuantas vidas se salvan y transforman cada día gracias a las y los defensores de derechos humanos que eligen vivir éticamente entre el compromiso y el riesgo. A pesar de Gómez Mont

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