martes, 22 de junio de 2010

Saramago y los niños ...Detrás de la Noticia


“Baja el niño la montaña, Atraviesa el mundo todo, Llega al gran río Nilo, En el hueco de las manos recoge cuanta agua le cabía. Vuelve a atravesar el mundo Por la pendiente se arrastra, Tres gotas que llegaron, Se las bebió la flor sedienta. Veinte veces de aquí allí, Cien mil viajes a la Luna, La sangre en los pies descalzos, Pero la flor erguida Ya daba perfume al aire, Y como si fuese un roble Ponía sombra en el suelo”.
Es el verso central de “La flor más grande del mundo”, uno de los cuentos infantiles que José escribió y en el que relata la pequeña historia de un niño que descubre una flor marchita al borde de la muerte y recorre el mundo para traerle unas gotas hasta caer exhausto. Las últimas líneas son conmovedoras porque se refieren a la búsqueda de padres y vecinos del niño desaparecido: “Lo recorrieron todo, desatados en lágrimas y era casi la puesta de sol cuando levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que estuviera allí. Fueron todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores del arco iris”.
Por eso digo que otros se ocupen con sapiencia de lo que José Saramago nos heredó a los adultos. Hoy yo prefiero recordarlo con esa sensibilidad a flor de piel que dedicó a los niños y que tal vez es su faceta desconocida para muchos. Pero que a mí me consta de la más bella manera. Y es que conociéndolo y admirándolo desde siempre, desde antes del Nobel, tuve no sólo el privilegio de su amistad fraterna sino el de testimoniar el crecimiento de su cariño por mi propia flor llamada Alejandra, desde su nacimiento; luego, tomando su pequeña mano para escribir juntos algo muy bello a manera de dedicatoria dulcísima. Y alguna vez aquellas lágrimas y su conmoción insólita al descubrir la letra de “Las mañanitas” en una tarde de guitarras en casa junto a Pilar, Marianela, Sabina y Miguel Ríos.

Por todo ello, su infinito amor a los seres humanos, pero sobre todo hacia los niños, qué bueno que José no llegó a enterarse de un país en que los responsables de la muerte inimaginable de 49 pequeños han quedado impunes porque los ministros involucrados con la justicia se aliaron al poder. Y de que en ese mismo país, su gobierno menosprecia la verdad de una madre que vio y sintió a su hijo morir en sus brazos por las balas de los soldados, que ahora son defendidos hasta la náusea —y como esbirros que son— por quienes los mandan.
Esos tan lejanos a “La flor más grande del mundo”.

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