De cuerpo presente, sin necesidad de mover un músculo ni de musitar una palabra, Monsiváis dio a la gente la oportunidad de anotarse una victoria sobre el poder oligárquico: este domingo el jefe nominal de las instituciones federales no pudo ni acercarse al Palacio de Bellas Artes y mucho menos presidir el homenaje al fallecido, así fuera ingresando al recinto por la puerta de atrás, como especuló, con motivos, alguien del personal del INBA citado en la nota de ayer de Mónica Mateos-Vega y Fabiola Palapa. En el más emblemático recinto cultural, los dueños actuales del poder fueron los apestados del evento. En cambio, López Obrador, el hombre más odiado por el régimen oligárquico, fue recibido con aplausos por la gente. Pero a Calderón no hubo que hacerle explícita la prohibición popular; simplemente, no tenía la menor posibilidad de estar allí.
No es un dato menor. El señor impuesto en el Ejecutivo federal por los dinerales corporativos; el que se alivia los complejos mediante el abuso de tanquetas, ametralladoras pesadas, helicópteros y cuerpos especiales; el que se siente capaz de aplastar la verdad con avalanchas de propaganda mentirosa; el que necesita, alrededor de su círculo de guaruras armados, otro círculo de guaruras de opinión (ocupados ahora en fabricar a un Monsiváis enemigo del Peje y de las izquierdas), no pudo entrar a Bellas Artes a apoderarse de Monsi, como le habría gustado y convenido, para convertirlo en un amuleto más de ese mito oficial llamado unidad de todos los mexicanos en torno a un desgobierno catastrófico. Lo único que pudo hacer fue mandar a Alonso Lujambio para que recibiera, en nombre del gobierno federal, las humillaciones merecidas y los repudios meticulosamente cultivados.
Pobre hombre, este Lujambio, forzado por las circunstancias a autocertificarse como amigo de Monsiváis para, a renglón seguido, reducirlo a un modelo de supercomputadora (memoria de elefante y capacidad impresionante para relacionar datos y analizar la realidad) y a una madre Teresa de la tolerancia: nos deja como legado la idea de que los mexicanos debemos respetar nuestra diversidad y convivir juntos (nadie vaya a pensar en convivir separados). Respetemos, pues –diría este Monsi inventado por el personal de servicio de la Gordillo–, la obsesión del régimen de ensangrentar a México, el afán de sepultar el Estado laico, el gusto por los negocios turbios, la discapacidad para hablar con la verdad, la necedad de suprimir los derechos reproductivos; convivamos en santa paz con el designio de hundir al país en una guerra estúpida (perdón por el pleonasmo), con el secuestro de instituciones, con la proclamación de la desigualdad necesaria.
Qué buen ejemplo de la sabiduría del autoengaño, como el propio homenajeado definió los ejercicios de los más calificados y autocalificados funcionarios del gobierno federal: ¿A quién persuadir? Pues a los más enterados, a los más competentes, a los que rigen los destinos de la nación; nos referimos, naturalmente, a nosotros mismos.
En compensación por la derrota –sin precedente en los anales de la impotencia presidencial– regalémosle a los redactores del calderonato una coartada honorable: la ausencia de su jefe fue un gesto de prudencia y de respeto. Que se alivie con eso la frustrada necesidad de darse importancia y el anhelo, malogrado el domingo, de convertir la ilegitmidad en un discurso en nombre de todo México.
La ausencia de Calderón en Bellas Artes y la irrupción del pueblo en la despedida a Monsi fue una señal de impotencia y un triunfo de la gente pensante –la cosecha de lectoras y lectores es, en buena medida, cortesía del homenajeado– ante un poder despótico y casi analfabeto; una victoria de la plebe ilustrada sobre una elite de ignorantes irremediables, así tengan doctorado y maestría. Los que mantienen a la población bajo cerco militar y mediático viven, a su vez, sometidos al cerco cívico y pacífico del desprecio, y éste es más poderoso de lo que suele pensarse. Dejemos de revolvernos en la impotencia y sirva el registro de este triunfo –que a ustedes les consta– para documentar nuestro optimismo.
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