lunes, 2 de mayo de 2011

Respuestas a una amiga-- Elena Poniatowska

En México a los veinte años me di cuenta que dos cosas eran muy importantes: la tierra y el petróleo. En Francia nadie hablaba ni de tierra ni de petróleo. Las muchachas que trabajaban en la casa de la calle de Berlín decían que no tenían tierra y por eso venían al D.F., otras que sí tenían pero “era tiempo de secas” y otras más alegaban “no pasa nada en mi tierra”. Sin embargo, la amaban. Repetían: “Ojalá y algún día visiten mi tierra”. En Francia la recamarera se ponía su abrigo, su sombrero, sus guantes y se iba a su casa. Su trabajo era como cualquier otro. En México la condición social de las muchachas era tan ínfima como su paga. Me golpearon las diferencias sociales pero sobre todo la situación de las mujeres, su fortaleza, cómo cantaban con su vientre recargado en el lavadero, “regálame esta noche”, su vientre lleno de cantáridas, su capacidad de entrega y a partir de entonces sentí que sin ellas el país se iría a pique, se caería en mil pedazos. Las madres de familia, las nanas con el niño ajeno en brazos, las lavanderas, las quesadilleras a flor de banqueta, todas fueron mis ángeles de la guarda, mis vírgenes de Guadalupe.

El petróleo (masculino) hizo que de un día al otro desaparecieran las casas que yo amaba en la Juárez, en la Roma. En su lugar cavaban un agujero enorme que los albañiles llamaban con razón la obra negra. “¿Por qué tiraron esta casa?”, preguntaba. “Es que estamos progresando”. En 1959 tuve el privilegio de viajar con el general Cárdenas a festejar la revolución cubana. En el avión de regreso los periodistas pudimos sentarnos por turno un ratito al lado de don Lázaro. Cuando me tocó, él pidió una Coca-Cola y le dije: “¿Usted? ¿Una Coca-Cola?”. No respondió pero en la segunda ocasión en su casa de calle de Andes, con Alberto Beltrán y el líder obrero Alberto Lumbreras, en el momento del saludo me dijo: “Poniatowska, la de la Coca-Cola”. El general recordaba el nombre de los miles a quienes les daba la mano.

Provengo de una familia capaz de sacrificar sus ventajas personales al bien general. ¿Por qué digo eso? Porque los Poniatowski, Papá y Mamá se la jugaron durante la Segunda Guerra Mundial, porque estuvieron siempre dispuestos a recomenzar, porque al día siguiente de la muerte de Jan a los 21 años, su único hijo, mi hermano, bajaron a desayunar y acomodaron su servilleta sobre sus rodillas y a Mamá se le cayó la suya y Papá fue a levantársela. (Por cierto que Papá les decía servilletas a las toallas por lo de “serviette” en francés y Feliza advertía “el señor dice que no tiene servilleta para secarse el culo”.)

¿Si prefiero ser hombre o mujer? Cuando murió Jan, en 1968, sentí que tenía que vivir por él, vivir su esperanza, vivir lo que él no había alcanzado a ver ni a hacer y entonces me volví un poco hombre. Así ha sido mi vida, a veces más hombre que mujer.

Alguna vez, en la calle, una muy buena gente me dijo que yo era una señora con huevos. “Son los tuyos” —pensé en Jan.

Cuando le pregunto a Leonora Carrington por alguien me responde: “Es muy buena gente”. A veces hace cuernos en el aire con su índice y su meñique y me dice: “No te acerques, es mala gente”.

Nunca he sido realista. Decía Eliot que el hombre no aguanta demasiada realidad. En mi casa, literalmente las soluciones caían del cielo. No había ninguna visión del futuro. Alguna vez Leonora Carrington me dijo que ella jamás había tomado una decisión, que todo le había sucedido. A Kitzia y a mí nunca nos dijeron “cásate con un rico”, nunca oí hablar de dinero, hacerlo era de pésimo gusto, por eso, cobrar para mí es una vergüenza. De lo que sí se hablaba en la mesa era de pérdidas, la pérdida de La Llave en el estado de Querétaro, la de San Gabriel en el de Morelos, la de la casa de Isabel la Católica, la de la esquina de Donceles, la de Los Azulejos, la de Balderas. Sin embargo, teníamos un buen nivel de vida y las cuatro, abuela, Mamá, Kitzia y yo éramos bonitas (Mamá la más) Papá y Jan muy guapos y eso era más que suficiente. Los seis vivíamos lejos de nosotros mismos, bueno, la abuela no, la abuela amaba mucho a los perros y además sabía que iba a morir.

¿Los deseos, las insatisfacciones? De niña me obligaron a terminarme todo lo que tengo en el plato al grado de ya no saber realmente lo que me gusta. Para que los adultos me quisieran aprendí a barrer fuera de mí muchos papelitos de colores.

No me gustan los pechos. Las amazonas se cortaban el pecho derecho para tirar al arco sin estorbo. ¡Qué bendición la de las mujeres sin pechos! A Marie-Anne Poniatowska, mi prima bienamada, se lo cortaron muy joven y le dije que la envidiaba. “Estás loca”, se enojó. Hubo una época en que sí amé pechos y brasieres con ventanita porque amamantar a mis hijos fue padrísimo. Era padrísimo ver cómo a medio camino cerraban sus ojos y les ganaba el sueño, sus párpados iban cayéndose un poquito violetas al borde de las pestañas y me hacían sentir que hacía algo que de veras valía la pena.

Mane, Felipe, Paula.

¿Cuáles son los registros de la naturaleza de una mujer que siente ser una nebulosa? A veces, según Guillermo Haro, yo, su mujer, era la nebulosa M-27, a veces la nebulosa de la Tarántula. Decía que nuestras fuerzas internas provienen directamente de los planetas, que somos estructuras, formas, organismos, chiflones, una fábrica de vida, una fábrica de muerte y que no llorara por Jan, mi hermano, o por Papá o por el terremoto porque podía respirarlos, eran hidrógeno, helio, carbono.

Guillermo murió el 27 de abril de 1988.

Mamá murió el 22 de marzo de 2002.

Nunca me ha caído el veinte, y ya no me pregunto qué es ser mujer, lo soy así nomás al tanteo, a como vaya saliendo.

Elena Poniatowska. Escritora y periodista. Su más reciente libro es Leonora.

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