domingo, 25 de marzo de 2012

La crisis y el alma-- Rolando Cordera Campos

Hace tres años, asistimos a una brutal y costosa constatación: el así llamado pensamiento único, que postula la eficiencia de los mercados y su imbatible eficacia para autorregularse, no sólo estaba equivocado en sus premisas fundamentales, sino que su preceptiva, el vademécum que alguna vez se intentó condensar en el Consenso de Washington, de obedecerse hasta sus últimas consecuencias, no sólo llevaría al globo a una crisis de enorme profundidad, sino que podía tener efectos demoledores en los tejidos económicos y sociales, hasta introducir tendencias autodestructivas en las democracias consolidadas o emergentes, que muy poco tiempo antes celebraban su victoria definitiva sobre el totalitarismo y se aprestaban a construir un nuevo orden global.

Mucho de lo que ocurrió y se dijo entonces, llevaba a imaginar la posibilidad de cambios sustanciales en las maneras de entender las economías modernas, así como en las opciones para regularlas, conducirlas, defenderlas de su proclividad a la inestabilidad y el estancamiento. Lord Skidelsky escribió sobre el regreso del Maestro y muchos estudiosos más sacaron de sus anaqueles los escritos de Keynes y se dieron a reconstruir los debates a que llevó la Gran Depresión, en los que el sabio de Cambridge nutrió su análisis y aguzó sus intuiciones críticas.

En lo inmediato, sin embargo, el mundo se fue por otras veredas, gracias a que Estados Unidos y algunos otros países europeos lograron evitar un desplome mayor, al aplicar con firmeza y oportunidad el recetario keynesiano y desplegar una formidable capacidad interventora de los estados, rescatando bancos, nacionalizando industrias temporalmente (la General Motors, nada menos). Del precipicio como fatalidad se pasó al descubrimiento de puentes salvadores, recodos y rodeos con los cuales podría imaginarse una pronta y firme recuperación para, desde ahí, volver a lo que poco antes se consideraba la única normalidad posible, basada en el mercado, la libre acción de bancos, financieros y especuladores, y el debido recule de los gobiernos a su papel de guardianes del orden capitalista y la seguridad internacional alterada por el terrorismo.

Fue el retorno de los brujos, de los que antes quisieron hacer de la economía una disciplina total y única. Una nueva alquimia con todo y piedra filosofal. Sin recato, estos alconomistas, como los llamara el profesor Weeks, de la Universidad de Londres, miraron de reojo a la reina Isabel y sus reclamos y rechazaron sin más las críticas y alegatos que en 2009 llevaron a calificar a la economía como una disciplina avergonzada.

Este curioso desplante de soberbia duró poco, porque vinieron los indignados españoles y los ocupantes de Wall Street, y su megáfono humano dejó oír su voz urbi et orbi. Ahora, con una Europa que no sabe si va a la recesión o ya está en ella, con España y Portugal recorte que recorte y Grecia viviendo a diario la tragedia de su corrosión, frente a una Italia que hace del desconcierto y el disimulo política de Estado tecnocrática, sólo la chispa débil de un repunte americano ofrece rastros tímidos de que la recuperación podría venir a pesar de todo.

Poco es lo que en verdad puede esperarse en lo inmediato y el mundo sigue hostil y peligroso; obliga a muchos estados a pensar en no depender tanto de su dinámica global y más de las fuerzas y capacidades de que cada quien disponga y, así, el nacionalismo económico asoma sus narices proteccionistas disfrazado de guerra de divisas, fintas comerciales, etcétera.

Vivimos una paradoja cruel e inclemente. Vivir la globalidad implica abrirse al mundo y sus vueltas, pero al hacerlo se pone en riesgo el cúmulo de seguridades sociales y personales logrado en lustros de construcción democrática y sistemas de protección y bienestar que sólo los estados pueden sostener, administrar y proveer para su reproducción y complejidad frente a la catarata de nuevos riesgos que trae consigo la propia globalización: migración, fundamentalismo, desesperanza juvenil, spleen y corrupción de los políticos, vaciamiento de la política y el liderazgo.

La democracia promete igualdad y no sólo en las urnas, mientras que la globalidad exige sacrificios de soberanía y restricciones en la protección colectiva en aras de una competitividad convertida en mito de las Cumbres y negocio de los vendedores de baratijas y eslogans. Así, mientras se inventa otra cosa, el tan deturpado Estado nacional parece ser el único recurso de las sociedades para absorber los choques globales, darle a las poblaciones alivio o seguridad, y algún tipo de materialidad al discurso democrático.

Nosotros, en realidad unos cuantos aprendices de brujo que deciden por los demás, optamos por quedarnos fuera de estos dilemas y, al no actuar como se debía, registramos una caída económica desproporcionada y unos daños sociales mayúsculos, de los que no hemos salido a cabalidad. El desempleo se ha vuelto costumbre para poco más de 2 millones de mexicanos y el subempleo y la informalidad laboral, la principal fuente de los mínimos necesarios para subsistir y reproducirse.

Ahí, en ese desfiguro laboral que no arroja sino precariedad, inseguridad y pobreza, está la fuente de nuestras pesadillas sociales y existenciales; de ahí emana y ahí se nutre la crisis nacional que todos llevamos a cuestas, aunque nos cueste admitirlo como el corazón de nuestras querellas presentes.

La querella de México, de la que alguna vez hablara Martín Luis Guzmán, no está en la frontera exterior ni en nuestros atávicos complejos, sino en las fronteras de la moderna alma mexicana, maltrecha después de tantos cambios frustráneos, y puesta contra la pared por sus propios espectros apocalípticos: la violencia, el todos contra todos, la deshonestidad, la anomia como cultura y ley del más fuerte.

Y así empezamos, lo asumamos o no, la fiesta de la democracia que aquí sigue siendo la de la sucesión presidencial.

Poco ganará la contienda y mucho perderemos todos, si nos obstinamos en soslayar la crisis y simplonamente llamamos a elevar la mirada sin ver dónde estamos parados. Por eso, idearios como el expuesto el jueves por López Obrador no pueden servir a los adversarios para intentar otro rififí reglamentario, cargado de malas intenciones y pésimos cálculos procesales.

Lo que se requiere es que éstos dejen de oír hablar a la virgen y se arriesguen a hacer públicos sus respectivos evangelios, proclamas, programas… o idearios, que no es mal término para esta hora. A ver si los aires del Cubilete les inspiran.

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