Mientras más arrecia la idílica propaganda oficial, el país real muestra las enormes grietas socavadas por el panismo durante los dos últimos sexenios. El bombardeo difusivo, como ya se ha denunciado en este espacio, no tiene misericordia con la paciencia ciudadana. La destemplada voz del señor Calderón produce, en las audiencias, escozores epidérmicos difíciles de erradicar. Pero los espots que glorifican las acciones del gobierno del Presidente, desfilando en inacabable sucesión, llenan de ira la buchaca de cualquier televidente. Los mensajes radiofónicos forman también un denso maremoto que aturde los oídos y la conciencia del más desprevenido de los escuchas. Todos, cada quien de distinta manera, sufre, sin más recurso que apagar el aparato o cambiar estación o canal, las consecuencias de tan cruenta como indebida embestida oficial. El final de mes, que marcará la terminación de tal propaganda, ya se espera con ansia, a pesar de lo que, bien se sabe, espera al electorado en la siguiente etapa de la campaña en curso.
Los datos publicados por la Cepal (reportados en La Jornada el pasado fin de semana) desafortunadamente no tienen desperdicio. Describen en detalle algunas de las terribles e ineludibles derivaciones de aplicar, sin cordura ni decoro alguno, el malsano modelo económico vigente. Cerca de la mitad de la población (44 por ciento), la de menores ingresos, no tiene protección social alguna. Las redes privadas y públicas del país se desentienden de tan nutrido número de mexicanos. En esos sectores se sobrevive sin seguridad social en cualquiera de sus formas: ya sea como programas de jubilación, salud o de ayuda asistencial. El porcentaje señalado duplica o triplica lo que sucede en otros países latinoamericanos, Costa Rica (16) o Uruguay (19). Y no son pocas, además de las citadas, las naciones que gozan de mejores condiciones en este aspecto clave del bienestar: Chile, Panamá, Argentina o Ecuador son ejemplos adicionales.
Recientes estudios han encontrado que el México actual se describe mejor por su creciente clase media. Las condiciones que emplean para tales mediciones apuntan al uso de artículos para el hogar, conducta, el vestido y las modas, las dimensiones y calidad de materiales en los hogares; aun al automóvil se le coloca dentro de esta visión. El estilo de vida es otro parámetro frecuente. Pero estos estudios soslayan asuntos tan básicos como la seguridad social; en especial se olvidan del enorme contingente humano integrado tanto por la informalidad como por la ruralidad. Si la proporción anterior (44 por ciento) no fue suficiente indicador del mermado bienestar de los mexicanos, la misma Cepal dice que entre 40 y 35 por ciento de los sectores medios y acomodados del país también carecen de prestaciones sociales. El México real, con sus miserias e injusticas a bordo, emerge indetenible para contravenir la propaganda del calderonismo mitificador de este moribundo sexenio. Sólo para redondear lo anterior, habría que sumar los terribles indicadores de empleo o desempleo imperantes. Agregar también el monto del salario mínimo y sus impactos entre la población que sobrevive con cinco de ellos o menos. Este contingente forma lo que algunos catalogan como clase media (aunque sea su parte baja), que son las llamadas grandes mayorías. Una clasificación que reniega de toda valoración de justicia distributiva.
Las condiciones de desamparo en que se encuentran tan vastos segmentos de la sociedad mexicana exigen, contraviniendo la versión oficial, referentes inmediatos y, hasta cierto punto, evidentes. El modelo económico en sí mismo carga con gran parte de la responsabilidad de tales privaciones. La manera en que ha sido empleado y conducido por las élites criollas completa el cuadro. El entreguismo, fenómeno tan extendido entre aquellos actores situados en las cúspides decisorias, además de ser depredador, exilia gran parte de la riqueza producida por los mexicanos. Basta analizar las ventajas concedidas a los agentes externos (minería, por ejemplo) para sacar conclusiones vergonzosas en extremo. Dentro del sistema se observa que la deshonesta rapacidad de tales conductores no ha tenido mesura ni rasgos de humanidad que hubieran suavizado los ríspidos ánimos de acumulación sin medida. Es por ello que el juicio para con los panistas debe ser no sólo severo, sino que se puede evitar su permanencia a cargo de los botones del mando federal. El priísmo (en especial en sus postreras etapas decadentes) corre también con similares condenas por los muchos años en que, simplemente, ignoró los sueños, las necesidades y ambiciones de buena parte del pueblo, aun de aquellos situados en lugares de cierto privilegio.
Los arrestos privatizadores de los bienes públicos no han cesado. Toda clase de servicios, aun los más vitales (aguas, libertades, seguridad, gas, ondas, cielos y demás), son vistos con miradas cegadas por cabalgante avaricia. El tráfico de tales bienes es arraigada costumbre que se ensancha mientras más alto se esté situado en la escala del poder y los prestigios burocráticos. Las razones empleadas para justificar las privatizaciones a ultranza son variadas y de distinta naturaleza. Para justificarla se usan criterios de falsa eficiencia, urgencias modernizadoras y un cúmulo de promesas que, al final de los recuentos, se evaporan en el olvido. De esa abusiva y tramposa manera se privatizaron las pensiones de los trabajadores. Para lograrlo, primero se estigmatizaron los métodos de reparto solidario. Después se trasladaron los enormes recursos disponibles a manos de administradores bancarios, en buena parte externos, que los han usado en su beneficio con singular alegría. Cuando se comiencen a jubilar los asegurados por las famosas Afores se confrontará la cruda realidad de precariedad inocultable. Mientras tales realidades llegan a presentarse, el señor Calderón continúa con su intensa, cara, engañosa campaña, tal vez con el propósito de atontar a unos cuantos millones de electores desprevenidos, salvar algo de su maltratada cara pública e inducirlos a que voten por su anodina candidata.
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