Barack Obama dijo minutos antes de retirarse rápidamente de la cumbre de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre el cambio climático que las negociaciones que tuvieron lugar hoy aquí no nos comprometen legalmente a nada”. Esta fue una de las declaraciones que realizó ante su pequeño equipo de prensa de la Casa Blanca, excluyendo a los 3 mil 500 periodistas acreditados que cubrían el cónclave, y sucedió a última hora del 18 de diciembre, el día final de la cumbre, cuando se informó que las pláticas habían fracasado. Copenhague, que había sido renombrada en los carteles publicitarios de Coca-Cola y Siemens como “ciudad de la esperanza” (Hopenhagen, en inglés) por las negociaciones que estaban teniendo lugar allí, se parecía más a la urbe del fracaso.
Cuando ingresé esa mañana al Bella Center, la sede de la reunión, había algunas decenas de personas sentadas en la fría explanada de piedra detrás del vallado policial. Durante la cumbre, la gente se abarrotaba en esa área con la esperanza de obtener acreditaciones para ingresar. Miles de organizaciones no gubernamentales (ONG) y trabajadores de prensa esperaban durante horas en el frío, sólo para que luego les fuera denegado el permiso. Los últimos días de la cumbre esa zona estaba gélida y vacía.
A la mayoría de los grupos les habían quitado las acreditaciones para que la cumbre pudiera cumplir con las necesidades de seguridad y espacio que requerían los jefes de Estado que habían arribado a la ciudad, afirmó la ONU. Las personas que estaban sentadas en el frío esa mañana se encontraban realizando una protesta bastante sombría: se estaban afeitando la cabeza. Una mujer me dijo: “Me estoy afeitando la cabeza para mostrar lo afectada que estoy por lo que está sucediendo allí adentro, porque no está sucediendo nada, o no lo suficiente. Hay 6 mil millones de personas afuera, y ahí dentro no parecen estar hablando de ellas. Creo que habrá un resultado, pero no será suficiente, no es lo que se debe hacer”. Llevaba una pancarta blanca, con apenas dos comillas, pero sin palabras. “¿Qué dice el cartel?”, le pregunté. Ella tenía lágrimas en los ojos: “No dice nada porque ya no sé qué decir”.
Según se informó, Obama se enteró el viernes de una reunión que se estaba realizando entre los jefes de Estado de China, India, Brasil y Sudáfrica, e irrumpió en la sala, llevando al grupo a lograr un consenso sobre el llamado “Acuerdo de Copenhague”. Ciento noventa y tres países estuvieron representados en el cónclave, en su mayoría por sus jefes de Estado. Obama y su pequeño grupo pasaron por alto el procedimiento colectivo de la ONU, lo que tuvo como consecuencia un documento no vinculante, que fue presentado bajo la premisa de “tómalo o déjalo”.
El acuerdo al menos reconoce que los países “concuerdan en que, como indican las investigaciones científicas, debe haber una profunda reducción de las emisiones globales (…) para poder mantener el aumento de la temperatura mundial por debajo de los dos grados celsius”. Para algunos, tras ocho años de gobierno de George W. Bush, el solo hecho de tener a un presidente estadunidense que tome la ciencia como base para la instrumentación de políticas públicas puede ser considerado una gran victoria. El acuerdo promete “movilizar conjuntamente 100 mil millones de dólares al año para 2020”, con el propósito de ayudar a las naciones en desarrollo. Esto es menos de lo que muchos dicen que es necesario para resolver el problema de adaptación al cambio climático y construir economías ecológicas en los países emergentes y, además, es una meta no vinculante. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, se negó a especificar la parte que le correspondía aportar a Estados Unidos, solamente comentó que si los países no lograban un acuerdo, la propuesta ya no estaría en la mesa de negociaciones.
El respetado climatólogo James Hansen me dijo: “Los países ricos están intentando, básicamente, comprar a estos países que, en efecto, desaparecerán. No tiene sentido. Y el peligro es que estas naciones ni siquiera vean ese dinero, es por eso que Estados Unidos se ofreció a promover 100 mil millones de dólares al año, que es dinero imaginario, porque no creo que eso vaya a suceder. La parte que corresponde a Estados Unidos de eso, con base en nuestra contribución a la acumulación de carbono en la atmósfera [la parte que le correspondería aportar], sería de 27 por ciento, 27 mil millones de dólares al año. ¿Usted cree que el Congreso va a votar en favor de entregar 27 mil millones de dólares al año a estos países pobres? Eso no va a suceder”.
Le pregunté al mandatario de Bolivia, Evo Morales, cuál es la solución que él propone. El presidente Morales recomienda “que mejor destinen todo el gasto de la guerra. Estados Unidos, en vez de estar gastando plata en las tropas en Irak, en Afganistán o en las bases militares en Latinoamérica, debería resarcir los daños que ha causado. Eso por supuesto no son 100 mil millones de dólares, por lo menos deben ser trillones y trillones de dólares. ¿Cómo vamos a gastar plata para matar y no para salvar vidas?” Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo, los 15 países que tienen los presupuestos militares más altos del mundo gastaron en 2008 alrededor de 1.2 billones de dólares en sus fuerzas armadas.
Erich Pica, presidente de Amigos de la Tierra, de Estados Unidos, una de las principales ONG a las que les quitaron sus acreditaciones, criticó el resultado del cónclave en Copenhague. Escribió: “Estados Unidos forzó un acuerdo muy débil que fue negociado a puertas cerradas. El llamado ‘Acuerdo de Copenhague’ está repleto de promesas vacías”. Pero también aplaudió a los “ciudadanos preocupados que marcharon, realizaron vigilias y enviaron mensajes a sus líderes, que ayudaron a generar un impulso imparable en el movimiento por la justicia climática”.
Muchos sienten que la alteración que hizo Obama en el proceso que se estaba desarrollando en Copenhague puede haber hecho fracasar fatalmente 20 años de negociaciones sobre el clima. Sin embargo, Pica tiene razón. La cumbre sobre cambio climático de Copenhague no logró alcanzar un acuerdo justo, ambicioso y vinculante, pero inspiró a una nueva generación de activistas a sumarse a lo que se reveló como un movimiento mundial maduro y sólido por la justicia climática.
Denis Moynihan colaboró en la producción periodística de esta columna
© 2009 Amy Goodman
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