sábado, 9 de enero de 2010

David Ibarra Retórica y hechos

09 de enero de 2010
La retórica política anticipa con regocijo el fin de la recesión mundial, tratando de contagiar con optimismo las visiones de los agentes económicos. Se publicita con beneplácito que la producción, la inversión, el comercio, el empleo, hayan dejado de contraerse a la velocidad anterior y que algunas, pocas, de esas variables registren crecimiento positivo.

Se subraya que el secreto de haber abatido a la recesión más grave de la posguerra, reside en las políticas contracíclicas adoptadas casi sin excepción y casi al unísono por países industrializados y emergentes, apoyados en los organismos internacionales. Los bancos centrales entraron a la batalla con ampliaciones sustantivas de liquidez, con grandes reducciones en la tasa de interés, junto a otras medidas monetarias heterodoxas. A la vez, los gobiernos pusieron en práctica multimillonarios programas de gasto contracíclico de estilo keynesiano con una combinación de compras de activos tóxicos de los bancos, inyecciones de capital a instituciones privadas y de otorgamiento de garantías en los préstamos. El mundo de los bancos parece haber sido salvado, sin pagar más que porciones menores del costo de las pérdidas sociales ocasionadas por la crisis.

Ese tipo de manifestaciones intentan alimentar con expectativas esperanzadoras a ciudadanos y agentes productivos y, sobre todo, evaluar a la recesión, como una más de las fluctuaciones cíclicas —acaso más grave, pero análoga a las que desde hace siglos han aparecido y desaparecido entre periodos de prosperidad.

El futuro se quiere ver como restauración de las libertades de mercado, el retiro ordenado del intervencionismo público, sin mayor cambio en el régimen de regulaciones o de los paradigmas económicos que nos rigen. Por eso, se alzan voces mencionando, acaso prematuramente, cómo habrían de reducirse los estímulos estatales contracíclicos para restablecer sin mayor cambio al mundo de la precrisis.

Con anticipación que no estuvo presente en prevenir la ruptura de la burbuja financiera, ya se invoca el fantasma de la inflación para iniciar el debate de cómo habrían de abatirse en el futuro los déficit públicos o cuándo debiera cambiarse la política monetaria permisiva. En especial, preocupan los remedios al acrecentamiento inevitable del servicio de la deuda pública, a fin de no lesionar la confianza de los mercados en la estabilidad de precios.

En contraste, se olvidan los pesados costos de la crisis, no sólo localizados en los fiscos, los contribuyentes y los desempleados, sino en la credibilidad misma de la ideología de mercados libres, sabios y autocorrectores de sus propias fallas. Aquí no sólo están en juego la distribución de los cuantiosos costos económicos, sino la legitimidad de reglas del juego que, socializan quebrantos privados y no evitan ciclos corrosivos de la equidad social.

Ignorar las consecuencias de los embrollos económicos en el futuro puede resultar en extremo riesgoso. La crisis global está lejos de resolverse. El énfasis del Primer Mundo en salvar más que a bancos a banqueros, ha colocado en lugar muy secundario el objetivo de atacar el desempleo y la caída del poder de compra del grueso de las poblaciones. Sin cambio drástico de prelaciones, resultará difícil lograr la plena y pronta recuperación de la demanda de los países y evitar el resquebrajamiento de los pactos políticos estabilizadores de las sociedades. De ahí el consenso de especialistas responsables en percibir como lenta, vacilante, la salida de la crisis y todavía más pausada, lejana, la recuperación del empleo.

Desde luego, la rehabilitación de los sistemas financieros es una cuestión insoslayable. Pero la forma en que se viene haciendo deja demasiadas aristas sueltas y no es independiente de la reanudación satisfactoria de los flujos de crédito a la producción. Hoy por hoy, los bancos privados no tienen disposición para ensanchar sus préstamos —como lo quisiera el presidente Obama, sea por la necesidad de recomponer sus estados financieros, repagar los aportes estatales o el temor a asumir riesgos; prefieren esperar a la maduración de los onerosos salvamentos— que ya se traducen en menos competencia, menos créditos y mayor concentración financiera y darse tiempo para resistir nuevas iniciativas regulatorias. De su lado, los gobiernos no se atreven a intervenir directamente en el manejo de los bancos, como lo justificarían en rigor las capitalizaciones y subsidios concedidos. Entretanto, las calificadoras de riesgos, pese al desprestigio ganado a pulso antes y durante la crisis, se erigen en jueces inapelables para encarecer o deprimir el crédito internacional a las economías deficitarias.

De otro lado, se ha tornado insostenible la estrategia de desarrollo de Estados Unidos fincada en el consumo interno, financiado con crédito foráneo. Con la crisis, el ingreso de las familias estadounidenses ha resultado gravemente dañado; ha habido pérdidas inmobiliarias, en la bolsa de valores, en las pensiones o por la falta de empleo que, al sumarse a deudas excesivas, obligarán a comprimir por largo tiempo su demanda y consumos.

Examinado el problema desde el ángulo internacional, la economía norteamericana se verá obligada a renunciar al papel de importador de última instancia en el mundo. En consecuencia, el comercio entre países iniciará una etapa depresiva de acomodos que parece difícil o inviable compensar con acrecentamientos sostenibles de la demanda foránea y disminución del ahorro de las economías exportadoras (China, Alemania, los tigres asiáticos). Frente a ese panorama, la intensificación de la competencia internacional, creará el riesgo vivo de entrecerrar la puerta de las estrategias exportadoras de los países en desarrollo y de abrir tentaciones a la ruptura del régimen multilateral de comercio, al renacimiento del proteccionismo o a un bilateralismo desintegrador.

El dólar, principal moneda internacional de reserva, tendrá que seguir devaluándose para corregir los desproporcionados desequilibrios en el comercio internacional. En contrapartida, el renminbi chino y otras monedas asiáticas tendrían que revaluarse. Lo anterior, conlleva exigencias enormes de coordinación de las políticas de los países líderes, incluida la necesidad de desarrollar otra u otras monedas internacionales de reserva. Por lo pronto, los ahorros mundiales depositados en dólares están sujetos a los riesgos de su depreciación y de una posible debacle monetaria mundial, sin que haya refugios alternativos suficientes.

En síntesis, hay múltiples cuestiones no resueltas en el camino a la recuperación económica global; problemas particularmente costosos en países del Tercer Mundo como México, sin perspectivas ni ánimo de ganar autonomía propia, dependientes del orden o desorden económico internacional que finalmente se establezca.


Analista político

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