domingo, 3 de enero de 2010

La política contra la política Rolando Cordera Campos

La crisis global, al desvelar las mistificaciones del capitalismo financiero americano, abrió la posibilidad de poner en cuestión los saberes especializados y otros de pretendida validez universal, que organizaron la política económica y social del mundo a partir de la revolución de Reagan-Tatcher. De repente, proponer la recuperación de la capacidad estatal de hacer política macroeconómica anticíclica, se tornó la lengua franca de los estados, aunque sus implicaciones para los paradigmas reinantes en las ciencias sociales y el quehacer político no se hayan asumido plenamente. De hecho, hoy tiene lugar una ofensiva retórica global destinada a convencer al mundo y sus dirigentes de que, en realidad, nada grave ocurrió y que se puede volver al business as usual, de Wall Street.

Sin embargo, las formidables pérdidas de riqueza de los hogares medios en Estados Unidos y otros países, junto con el desempleo planetario, anuncian una larga fase de recuperación cerca del suelo, muy por debajo del cielo ilusorio de las burbujas financieras que llevaron al desastre de años recientes. La politización de la economía, realizada mediante diversos expedientes en el planeta, llegó para quedarse por un rato, y la eficiencia del mercado y los apotegmas de la “nueva economía clásica” habrán de vivir horas extra de exilio a pesar de la contumacia de la academia y sus ideólogos del libre mercado.

Por si faltara algo, considérese la presencia impetuosa de Asia, encabezada por China, que ha puesto la política por delante e impone la negociación entre estados como condición para mantener el precario equilibrio financiero mundial conmovido en sus cimientos por la crisis.

Esta recuperación de la legitimidad del intervencionismo estatal, debería traer otra recuperación: la de un principio soslayado, pero nunca periclitado, de la política económica y social de todos los tiempos: su carácter de proceso político (y social), en cuya materialización podrán tener un lugar prominente los conocimientos y la ideología económicos, pero nunca único, ni siquiera dominante, salvo a costa de la propia eficacia y legitimidad de la política. Este costo se paga hoy muy caro.

Este principio se quiso dejar de lado en México en la era del cambio globalizador neoliberal, al buscar convertir el “encapsulamiento” del equipo económico gubernamental, predicado por el FMI como una condición para lidiar con el ajuste externo, en piedra miliar de una conducción económica pretendidamente moderna o posmoderna. Esta transustanciación de la política económica sería una prenda más para “los mercados” de que más allá de las crisis y los ajustes, la conducción económica estatal quedaría blindada frente a las tentaciones populistas o autoritarias del presidente en turno, y en manos de expertos y científicos inmunes a la presión contingente de la política o las corporaciones.

Así, la política económica y social fue progresivamente despojada de sus atributos de vehículo y cemento de un diálogo social que, incluso en la época del presidencialismo autoritario, contribuyó a la cohesión del sistema político y a la consistencia y legitimidad del ejercicio del poder, en especial en materia económica y social. Podría incluso decirse, que el presidencialismo económico de aquella era tuvo en este diálogo, siempre en formato autoritario, uno de sus sustentos básicos y un componente primordial de una legitimidad que la democracia ausente no podía otorgarle.
A partir de 1989 todo cambió, pero de 1994 en adelante la crisis en la cúpula dirigente del Estado quiso resolverse poniendo todo patas para arriba: la política se propuso como divertimento bien pagado de una autodesignada “clase”, desde luego plural para darle credibilidad a la transición democrática, y la economía quedó bajo un protectorado en que se llevó al extremo el sarcástico dicho del maestro Emilio Mújica de que el “eje” Hacienda-Banco de México era, en realidad, una “self recruiting class”.

Lo demás vino por añadidura: la vicepresidencia económica de Francisco Gil Díaz; la fiesta de los excedentes petroleros y la pax foxiana con el nuevo baronato priísta de los gobernadores; la festinada sucesión del doctor Carstens, etcétera. Hasta que llegó la crisis y el presidente Felipe Calderón, admirador sumiso y confeso de estos hechiceros del equilibrio, no soportó la evidencia que le pusieron sobre el escritorio los propios economistas del Banco de México y puso en la picota a su gobernador y otros “catastrofistas” que según él pecaban de exceso, cuando el resto del mundo se dedicaba al recuento de la devastación socioeconómica producida por la hecatombe financiera.

Calderón cruzó su Rubicón al revés y al satanizar al Banco de México, Vaticano del nuevo rito, no registró la mistificación política en que incurrió el verbo neoliberal sino cayó en manos de una nefasta fórmula ideológica que ve en el estancamiento estabilizador no un episodio, sino la terminal de la historia económica nacional. Así, perdió el momento de hacer un giro político a la política económica y, ahora, enfrenta no ese Nirvana donde todo sigue igual, según el credo de los “buscadores del equilibrio”, sino la proximidad de una inflación provocada precisamente por las medidas adoptadas para que las cosas siguieran como estaban.

Salir de la maldición inflación-devaluación fue la consigna de fin de siglo. Supuestamente, para lograrlo, se sacrificó a la política en el altar de la racionalidad macroeconómica y se pagó un costo social extremo. Ahora, insistir en el mito de la virtuosa “despolitización” de la economía puede condenarnos a un estancamiento desestabilizador y corrosivo.

La renuncia del gobierno a admitir el carácter político de la política económica no se va a compensar con la reforma política que casi todos se ven obligados a celebrar en estos días. Más bien, puede complicar tanto el cuadro que esa reforma miscelánea bautizada por los Reyes mediáticos como reforma del Estado se vuelva, si acaso, una minicontrarreforma. La dicha inicua

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