Que se diga que ni los militares ni los ministros de los cultos deben intervenir en política no es, de ninguna manera, una obscenidad, como a muchos les parece. Hay razones constitucionales, legales y políticas para ello. En lo personal, tanto los militares como los clérigos pueden intervenir en la política, pero deben hacerlo bajo ciertas reglas. La primera es que deben dejar sus respectivos ministerios u ocupaciones profesionales, porque si actúan en esa condición dan lugar a violaciones de la ley y de la Carta Magna, amén de que crean conflictos políticos y sociales que no pueden permitirse.
En el caso de los militares, todo comienza con la misión que la Constitución les encomienda y que es muy clara y terminante: defender al Estado, a sus instituciones y a la sociedad de amenazas que puedan provenir del exterior o peligros que se generan en el interior de la República. Aquí andamos mal ya desde el momento en que hacemos de las secretarías de Estado que deben conducir la marcha institucional de las fuerzas armadas algo así como una propiedad exclusiva de las mismas fuerzas armadas, como si éstas pudieran concebirse como entidades por fuera o por encima del propio Estado. Esa aberración política se refleja de cuerpo entero en expresiones como la de “general secretario” con que se designa al secretario de la Defensa Nacional o también la de “almirante secretario” para referirse al secretario de la Armada.
La guerra es demasiado importante como para dejársela a los militares, solía decir el presidente Roosevelt; habría que imaginar lo que habría dicho de la política en manos de los generales. En todo caso, no es de ningún modo asunto de ellos y su misión no tiene nada que ver con la conducción de una nación. En la actualidad, somos uno de los muy pocos países en el mundo que todavía se permiten ese grotesco anacronismo de poner a un militar como titular de un ministerio de las fuerzas armadas. En materia militar, tenemos como modelo preferente a los Estados Unidos; pues deberíamos seguirlos también nombrando a un secretario civil para todas las fuerzas armadas (el secretario de la Defensa) y no a un militar para cada rama (y aquí, los propios militares deberían explicar cómo es que la Fuerza Aérea sigue subordinada al Ejército y no cuenta con su propio departamento, como en alguna ocasión lo señaló el general Garfias).
A muchos les ha parecido una barbaridad que el secretario de la Defensa haya pronunciado un discurso que llama a apoyar el proyecto de reforma política de Calderón. Si se piensa que es un secretario de Estado, no hay nada que reprocharle, pues es la función de un secretario de Estado (es como si lo hubiera dicho Gómez Mont). En todo caso, hay dos obviedades: una, que Galván actuó como militar, porque eso es; otra, que lo hizo, evidentemente, porque Calderón se lo pidió. Hay otras cuestiones que a mí me preocupan más, como la de ver a los militares en las calles o en las carreteras. Ya el general habrá podido ver que, por el aluvión de críticas que recibió, es mejor que no se meta en lo que no le compete.
Recientemente, algunos militares filtraron a la prensa que no quieren que en las misiones de guerra que Calderón les encomienda vayan a correr con la suerte de los generales Quiroz Hermosillo y Acosta Chaparro, que fueron acusados, juzgados y convictos por crímenes de lesa humanidad en la guerra sucia en Guerrero. Para ello piden una legislación más clara al respecto. En ese tenor, deberían exigir que no les den encomiendas que van en contra de su función constitucional, porque, a querer o no, corren ese riesgo. Sería muy bueno que ellos mismos demandaran, en primer término, que se les dispensara de hacerse cargo de unas secretarías de Estado que ellos no están calificados para dirigir.
En lo tocante a los ministros de los cultos, hemos llegado a situaciones que son de verdad regocijantes. Saben muy bien, porque se les ha explicado desde siempre, que ellos no pueden intervenir en política por dos obvias razones: la primera, que en su condición no son como los demás, pues tienen la calidad de pastores de sus fieles y, como tales, cuentan con demasiadas ventajas sobre otros y, en política, pueden muy bien inclinar la balanza a favor de unos y condenar a otros en desmedro de la igualdad de las oportunidades políticas que es la base de la democracia. La segunda, que han demostrado siempre estar del lado de ciertos intereses en los que se integran los que ellos mismos representan y, si se les permite predicar sobre la política, la verdad sea dicha, no pueden ser neutrales.
La reforma en curso del artículo 40 constitucional, haciendo explícito el carácter laico del Estado mexicano, ellos lo saben, no cambia en nada las cosas tal y como ya están instituidas en la Constitución. De hecho, sólo se agrega una palabra cuyo contenido ya está estipulado y descrito en el artículo 130, que se refiere a las relaciones del Estado con las iglesias. A veces hay mentes entre esos ministros de los cultos que quieren ser lúcidas, sin lograrlo nunca, como el nuevo secretario ejecutivo de la CEM, Eugenio Lira Rugarcía, que reconoce que “un Estado moderno debe ser laico”, pero luego afirma que un Estado así debe reconocer “la dimensión privada y pública de la religión”. No supo lo que dijo.
La religión, en un Estado moderno, jamás puede tener una “dimensión pública”, pues es un asunto atinente exclusivamente a la conciencia particular de los individuos y, por tanto, es un asunto puramente privado de la persona. Si la religión transitara hacia una dimensión pública, se convertiría, automáticamente, en una religión de Estado y eso es inadmisible en un Estado moderno. Por eso debe ser laico. Lo que de verdad desean es que bajo la enseña de la libertad religiosa el Estado mexicano se vuelva un Estado confesional. Es lo que los dinos de la jerarquía católica quieren (y para qué hablar de los pequeños e intrascendentes dinos de las sectas evangélicas).
Resulta hilarante que Sandoval Íñiguez diga que la reforma “va contra el principio democrático de la igualdad de los mexicanos… quita libertades e igualdades”. Para ese brontosaurio medieval la libertad y la igualdad deberían darse aherrojadas en el concepto de una sociedad mexicana toda católica, toda reaccionaria, toda obediente de sus mandatos, incluido el Estado y en la que, por supuesto, sus pederastas hicieran su agosto impunemente. El protestantito Arturo Farela, que se la pasa haciéndole segunda a los jerarcas católicos, sobre todo cuando del aborto se habla, se atrevió a decir que la reforma es “poner bozal a algunos mexicanos” y reclamó “un Estado donde todos podamos participar en la consolidación de la democracia”. En realidad, lo que quieren es un Estado en el que ellos sean los que decidan.
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