domingo, 1 de mayo de 2011

Carlos Monsiváis a casi un año: homenaje y recordatorio*-- Rolando Cordera Campos-- Como lo propuso Horacio Franco

Carlos Monsiváis cultivó con asiduidad una ambición: integrar (mediante una composición gozosa y comprometida) cultura nacional y cultura popular. Remolino y revuelta con reflexión puntual, pero siempre puesta a salvo de la moda o el servicio al poder, gracias a su insobornable convicción del valor que tiene el rigor que no excluye la toma de posición, la crítica arrebatada o el despliegue de la realidad observada para obligarla a abrigar otros juegos estocásticos, otros panoramas a primera vista inconcebibles: tal es la tarea que Carlos realizó magistralmente.

“Tengo la convicción de que en un cierto nivel mi única realidad tiene que ver con la mezcla de una cultura muy tradicional con una cultura moderna, con una revisión del nacionalismo desde fuera, el adoptar naturalmente una mentalidad internacional que es hoy la vigente sin problema, y que hace treinta o treinta y cinco años resultaba todavía impostada o singular. Eso sí lo veo con claridad. Fases del proceso cultural, la manera en que formativamente me integro a una vida literaria y cultural en el momento en que las grandes figuras están muriéndose, y queda ahí todavía una sensación cerrada, muy comunitaria a pesar de todo, de lo que es la literatura y la cultura (Entrevista con Miguel Ángel Cuemain, www.excentricaonline.com).

Cronista sin reposo; crítico implacable y panóptico, fustigador de los oxímoron que cotidianamente nos asesta el panorama político, social y mental de México; hombre de la cultura y de las letras y fervoroso defensor de la fe laica, que abrevó en la obra de los liberales mexicanos del siglo XIX, quienes le impusieron la misión de demostrar la actualidad y el valor de su obra y de su gesta para entender nuestra pérdida de rumbo (y sentido). Sobre todo, para trazar un futuro distinto al que nos quiere llevar esta nueva ronda del privilegio que del subsuelo hizo surgir la crisis del Estado posrevolucionario y su corolario funesto: un neoliberalismo recibido por las elites con un curioso sentido de pertenencia.

Monsiváis inevitable: zar de la crónica y dictador implacable de la nota, el ensayo o la investigación. Por más de 50 años, Carlos fue (de hecho, lo sigue siendo) motivo amable para acercarse a la cultura, al trabajo intelectual y literario en México. Se convirtió en uno de los mejores registros de los cambios sociales y de las pequeñas conquistas de una sociedad que se organiza y se obstina en no abandonar el ya largo camino a la democracia. Las líneas ágata de su discurso forman un basamento que se alimentó desde el teléfono o el Internet, los paseos por el Centro Histórico y la Portales, las visitas a Bellas Artes o las infatigables búsquedas de antigüedades y colecciones, la comida rápida y frugal con amigos y… víctimas. Quizá sea pertinente situar los inicios de este aprendizaje colectivo, del que dan cuenta las crónicas de Monsiváis, en el 68, cuando a partir de una profunda indignación va tomando cuerpo una resistencia civil que arranca de una inédita defensa de la legalidad. “El Movimiento Estudiantil había cumplido el mayor objetivo: esencializar el país, despojarlo de esas mendaces capas superfluas de pretensión y vanidad (…) El Movimiento lo había descubierto: un gobierno no se construye jamás por acumulación de órdenes, por suma indiscriminada de poses fulmíneas” (La cultura en México, 18 de septiembre de 1968).

Monsiváis registró y dio coherencia a los cambios turbulentos en los perfiles políticos, culturales, de consumo y moda, de esas masas que con sencillez y sentido del orden, a la vez, se rebelan. Buscó siempre rescatar para la izquierda el valor del humanismo y reclamó su afirmación y conservación como seña de identidad irrenunciable de quienes reivindican el valor del pueblo y postulan la reforma para un régimen de creíble y tangible justicia social. De aquí, por cierto, su interés constante y sus llamados de alarma sobre el papel crucial que la educación y las universidades públicas deben jugar en tiempos nublados, de calma chicha y ominosa, en que el temple se vuelve mala educación y la crítica impertinencia ante las buenas costumbres.

Cronista por obsesión; agudo seguidor de la cuestión nacional (sin sacrificar la riqueza de su diversidad), sabía poner el dedo en la llaga de la honda herida de una desigualdad que marca nuestra historia y mina el presente que nos queda y el futuro que se aleja. Una de sus ocupaciones y preocupaciones: la laicidad. En su libro El Estado laico y sus malquerientes, muestra cómo los malquerientes de la derecha clerical, a pesar de levantar contiendas y acumular estrépitos, acaban perdiendo una y otra vez. Al respecto, no le preocupaba la ausencia de la laicidad en la Carta Magna: El carácter laico no está en la Constitución, pero tampoco Dios. Si no está Dios en la Constitución, poco me preocupa que no esté explícitamente el carácter laico del Estado.

(la) andanada contra el laicismo no es asunto local o nacional, corresponde a la gran campaña del Vaticano, cuyo fin es la recuperación abundante del poder terrenal. Si la feligresía y las vocaciones disminuyen, si crecen las críticas al celibato y a la segregación de las mujeres en el aparato eclesiástico, si resulta tan costoso el impulso de la pederastia, conviene el retorno benéfico a la teocracia. Y el enemigo visible es el laicismo, porque la laicidad es un término infrecuente y no se quiere mencionar a las herejías, vocablo jubilado. Y allí está el laicismo, otro de los peligros para México. (http://actores-sociales.blogspot.com)

Sarcástico consumado, observador nato del ridículo y el desfiguro: “Creo que el humor involuntario o el ridículo o la pretensión fallida es un desquite del lector, del ciudadano, un instrumento de la revancha cotidiana, si yo no me río de lo que están diciendo desde las alturas del poder acabo creyendo que son efectivamente las alturas del poder (…) fui leyendo declaraciones maravillosas y entonces las citaba o las reconstruía y en 1968, en medio del Movimiento Estudiantil, una serie de afirmaciones patrióticas me llamaron tanto la atención que inicié una sección que ha perseverado con saltos: ‘Por mi madre, bohemios’. Cuando un diputado del PRI dice, hablando de la crítica que podía hacerse a la intervención en Tlatelolco: ‘es preferible morir aplastados por tanques mexicanos que por tanques soviéticos’, te llama la atención, o cuando una agrupación que está en defensa de las instituciones de gobierno se llama a sí misma Asociación de Ex alumnos de todas las instituciones educativas, es tan maravilloso (…) (El Universal, 17 de septiembre de 2006).

Para evitar que los nuevos tiempos y rostros de la esperanza mexicana terminen dependiendo de que el control remoto sea el principio y el fin de la democratización o se estremezcan ante la cimitarra de la economía, quizá sea indispensable dejar atrás la cultura entendida como un adorno siempre prescindible de los diferentes gobiernos, o como un proyecto que nunca termina de dejar las alturas; habría que plantear, más bien, una reforma basada en la restauración de los puentes naturales entre política y cultura, como se planteó nuestro más agudo y comprometido intelectual público. Nos hace falta; para subsanar su ausencia no queda sino releerlo y con su memoria estallar a carcajadas, laicas y non sanctas, remisas y herejes

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