La derrota es el primer escenario que debe pensar todo político sujeto a un proceso de elección popular. Quien no hace este ejercicio, está propenso a creer los autoelogios, a perder piso por los aduladores y zalameros y a no estar preparado para recibir un resultado adverso. He ahí la razón de este ejercicio, para pensar en qué ocurrirá en el hipotético caso (algunos argumentos muy obvios, otros no tanto) de que Enrique Peña Nieto, Gabriel Quadri, Andrés Manuel López Obrador o Josefina Vázquez Mota perdiera.
La semana pasada expusimos el escenario de Quadri, esta ocasión corresponde a Enrique Peña Nieto.
El mexiquense habría sido derrotado por tres factores:
Uno, a que la mayoría de los ciudadanos decidieron participar en el proceso y a manifestar con su voto que no era el más aceptado para la presidencia sino el más rechazado, no tanto por él, sino por su partido y todas las historias negras a su alrededor. Los candidatos adversos al PRI, en un inaudito viraje a sus principios e ideologías, entendieron el mensaje ciudadano y caminaron juntos para que no se desperdiciara el sentimiento antipriísta nacional.
Dos, a que los gobernadores y los liderazgos estatales priístas más que entusiasmo sintieron enorme temor de que se restituyera el poder del hombre fuerte del país y del partido y entonces ellos tendrían que pasar a segundo o tercer nivel de importancia. Los gobernadores tricolores, cuasi señores feudales, prefieren la sana convivencia con un presidente de la República de distinto partido a perder los hilos de su poder local; los líderes o caciques, a no entregar sus pequeños cotos a un político tan poderoso y tan centrista como un presidente priísta.
Y tercero, a que Felipe Calderón, con uso del poder que le da la embestidura presidencial, cerró todas las pinzas para que el PRI no regresara al poder: dejó y apoyó toda la ofensiva mediática (no permitir el regreso del PRI), social (marchas antiEPN) y política (hasta una alianza de facto con su enemiga histórica, la izquierda) para que Enrique Peña no ganara y perdiera o bien, dificultarle la victoria al máximo.
Como consecuencia de ello, Enrique Peña Nieto una vez derrotado, buscaría aprovechar el capital político que arrojaría la elección: controlar la gran cantidad de legisladores federales para construir con mayor precisión su candidatura hacia el 2018.
Si bien el PRI con Enrique Peña difícilmente tendría otro candidato tan rentable y con tanto arrastre popular con éste, el “politburó” tricolor no le permitiría una segunda oportunidad, como no se la brindaron a Francisco Labastida ni a Roberto Madrazo. Muy difícil, imposible, que Peña Nieto pudiera encabezar protestas postelectorales y defenderse como lo hizo AMLO en el 2006 o Cárdenas en 1988. Entonces le caería la razón de que él no es un líder social, ni tan carismático (que no es lo mismo que guapo) ni siquiera un poquito mesiánico. Su verdadera estatura política se lo daría la derrota y la “descargada” o la desbandada de apoyos y zalameros que lo encumbraban como a un semio-dios.
La cúpula tricolor no tendría candidato para el 2018, así puedan crecer los gobernadores o algunos legisladores. El PRI quedaría huérfano, en ese sentido, y con riesgo de que haya más desprendimientos. Los gobernadores y caciques, por supuesto, serían los más contentos, porque con la línea directa a los legisladores federales, tendrían en sus manos el poder para negociar directamente con quien obtenga, por la buena o por las malas jugadas, la Presidencia de la República. Así han funcionado en estos 12 años, no habría problema para que continuaran otros 6 0 12 años más.
El destino de Peña Nieto podría ser más triste que el de su tío, Arturo Montiel, quien luego de haber sido descarrilado por una filtración de Madrazo, no pudo con la depresión y el desamor. Dicen que está perdido en el alcohol y en el despecho eterno por la francesita. Sería menos triste que el de Labastida, quien anda en el chapulín legislativo para no perder vigencia aunque nadie lo ve como el que “hubiera sido El Presidente”. No tendría la fuerza que aún tiene Roberto Madrazo en su terruño, porque a diferencia de éste –que ha podido infiltrar buena parte de las candidaturas del PRI y del PRD tabasqueños— , Peña Nieto, como dictan las reglas del Atlacomulco Power, tendría que dejar que Eruviel Ávila siga siendo el gobernador del Edomex y como tal que él construya y garantice la permanencia de los suyos en el poder estatal.
Pero la lógica en la política es la más traicionera y los escenarios pesimistas para el destino de Enrique Peña luego de su hipotética derrota descritos anteriormente, podría dar una sorpresa y su destino sería más optimista: estaría en la reconstrucción del PRI, en darle una nueva vitalidad, un nuevo giro y una definición ideológica concreta. Su voz y eventual liderazgo como principal opositor, lo harían interlocutor indispensable y necesario para tomar decisiones en la Presidencia y en el Legislativo. Claro, este desenlace positivo estaría muy, pero muy difícil de ocurrir.
Finalmente, el PRI con la derrota de Enrique Peña, no podría tener otra nueva oportunidad para regresar a Los Pinos. Su destino obligado sería morir para vivir, pues sólo así prolongarían su existencia.
Mañana hablaremos de la derrota de Josefina y pasado mañana la derrota de Andrés Manuel López Obrador.
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