Odio la posmodernidad cuando contemplo cómo ésta ha vuelto de plastilina los conceptos. A la saga de Crepúsculo le llaman cine, a las hamburguesas de la gran M les llaman comida, y al reality show#TercerGrado le denominan, con impresionante credulidad o mala fe, o las dos, “programa de análisis periodístico”.
Me detengo en esta última perversión semántica no por otra cosa sino porque mi entorno inmediato se encuentra, a estas horas de la noche, aparentemente a salvo de las otras dos. En cambio, bastaría con prender la televisión –no pienso volver a hacerlo— para encontrarme con un grupúsculo de bots de carne y hueso que hasta hace unos minutos alegaban, con ejemplar “rigor periodístico”, que Twitter es una porción minúscula e insignificante de la sociedad –de “tan sólo” cinco millones de personas— cuya forma de gobierno es una “dictadura del odio”, y en la que prevalecen l@s más virulent@s, que suelen ser, por lo general, l@s lopezobradoristas. La disertación de los seis iluminados de Chapultepec, que se dio a propósito de los “ataques” de tuiter@s en contra de Héctor Aguilar Camín y de Enrique Peña Nieto –es decir, en contra de los intereses de la empresa productora del programa—, no estuvo exenta de pasajes inconsistentes y hasta contradictorios, como la afirmación del carácter ínfimo e intrascendente de la red social (Loret de Mola) seguida de la advertencia de que ésta pueda “ser la simiente de estados totalitarios” (Marín).
Otro dato curioso es que la mayoría de los lectores de noticias que fustigaron ayer a l@s tuiter@s alabaron, en su momento, las expresiones de descontento que se desarrollaron el año pasado en diversos países del Magreb y el mundo árabe, cuyas perspectivas de éxito se habrían visto sustantivamente disminuidas si sus protagonistas no hubiesen contado con el apoyo de las redes sociales.
Pero las inconsistencias y las fobias o filias personales son lo de menos. A estas alturas, resulta ya inobjetable que la agenda de las televisoras está centrada en la defensa de la candidatura de @EPN y en la consecuente minimización, en el mejor de los casos, o el ataque, en el peor, de cualquier expresión crítica dirigida al mexiquense o a sus esbirros: en la misma lógica se inscribe el menosprecio televisivo a los estudiantes de la Ibero, la diatriba de anoche contra los críticos de Aguilar Camín y Peña Nieto y el empeño de los personeros de Azcárraga en atacar virulentamente a la periodista Carmen Aristegui a punta de desplegados.
En el universo de significados del Canal de las Estrellas, cualquier inquisición por su falta de crítica hacia el priísta, cualquier señalamiento por la grosera parcialidad con que cubren sus eventos, cualquier cuestionamiento sobre posibles vínculos comerciales inconfesables –todavía no me queda claro hasta qué punto Televisa es un apéndice del PRI y hasta qué punto éste es una cara política de la televisora—, pueden ser descalificadas como una instancia de la “dictadura del odio”, es decir, de lo irracional, de lo ilegítimo, de lo antimoral y de lo inválido.
El odio es la etiqueta que convenencieramente le endilgan a la incredulidad, a la crítica, a la independencia de pensamiento, a la disposición a usar Twitter para algo más que para “pasarse fotos o ponerse de acuerdo para ir al antro” (Loret).
Si esto es el odio, los periodistas de #TercerGrado tendrán que ir pensando cómo llamarle a los agresiones y asesinatos contra colegas suyos en todo el país, a la brutalidad represiva que se practica contra la población en episodios como los de Atenco –justificados por Peña Nieto con la falacia de la “razón de Estado”—, a la estrategia que buscó construir a sangre y fuego una legitimidad presidencial imposible y que terminará con más de 60 mil muertos. En suma, si esto es el odio, ¿cómo le van a llamar, después, al odio?
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