La Rayuela del viernes pasado dice No hay palabras. Pero tendrá que haberlas, porque por encima de la proverbial hipocresía de la política electoral están el país y su pueblo, con sus citas con la justicia fundamental pospuestas una y otra vez, sin que con ello hayan logrado los poderosos que la agenda histórica se olvide o edulcore.
Como han probado hasta la saciedad las movilizaciones de estas semanas poselectorales, no sólo se puede estar por encima de la bulla formalista de los juristas de opereta, sino también hacer avanzar la palabra y el discurso justicieros, que son lo mejor e insoslayable de la política popular y, a la vez, apegarse con honorabilidad al método que es propio de las democracias modernas de masas: movilizar y reclamar en la calle, el aula o el taller y, al mismo tiempo, reclamar el derecho y hacerlo verdad plebeya en la urna y ante un tribunal de escribas que hacen de la sordera dudosa y ominosa virtud jurídica.
El compromiso con la libertad y la paz, de que ha hecho gala el vasto movimiento que apoyó a Andrés Manuel López Obrador ha sido también un ejercicio abierto y público de respeto a la legalidad y a los derechos de terceros. Al mostrarse como conjunto social organizado, capaz de intervenir con eficacia en la liza electoral y poner a temblar a los arrogantes seguros ganadores, hasta llevarlos a las peores prácticas de la simulación electoralista, la coalición progresista permitió adivinar una potencialidad política prácticamente inédita en la balbuceante democracia mexicana.
Es en esa potencialidad y en su disposición para convertirse en fuerza política robusta y con capacidad de durar, que la sociedad acosada por la violencia y el miedo podrá encontrar soporte. No sólo para resistir nuevas andanadas contra los derechos fundamentales o la soberanía nacional, sino para darle al reclamo democrático actual la impronta de justicia social que siempre ha acompañado al movimiento popular mexicano.
Desde las cúpulas del poder económico y político, despojar a la democracia de esta savia justiciera es crucial porque con los votos arreglados, la propaganda grosera y el absurdo letrismo de los magistrados y sus epígonos, también se ha querido borrar la memoria histórica cuya huella de exigencia de justicia social es aborrecida por los encaramados. Incapaces de entender las relaciones elementales que permiten la coordinación social, su avidez ha despojado al Estado de capacidad para actuar en defensa de la comunidad en su conjunto y la inseguridad de arriba abajo se ha vuelto forma de vida.
La libertad, que es condición y fruto de la democracia, se ha traducido en ebullición de ideas, convicciones, ocurrencias. Y qué bueno, porque de esa emulsión podría esperarse el florecimiento de visiones mayores, ambiciosas, para moldear el devenir mexicano en concordancia con lo que Morelos llamara los Sentimientos de la nación.
Pero no ha sido así, y en vez de esas ideas para un futuro mejor, se han impuesto como tenazas la avaricia y la violencia, como nos los recordara el jueves Clara Jusidman, al celebrar su cumpleaños y ser homenajeada por amigos y compañeros de empeño y lucha incesantes.
Esta tenaza nos ha impedido observar el estado que guarda el mundo del que formamos parte y nos recuerda a diario la enormidad de la crisis global. Sin que nos atrevamos a tomar nota.
El mundo vive con angustia la necesidad de cambiar el rumbo, sin encontrar la manera de hacerlo. Y es en este laberinto donde se tejen sin clemencia las nuevas coordenadas del devenir: ¿época de cambios o cambio de época?, se han preguntado la Cepal y su secretaria Alicia Bárcenas, para afirmar la urgencia de un nuevo curso por la igualdad.
Tal es la coyuntura histórica que resume las incertidumbres europeas con su unificación inconclusa y las de los Estados Unidos de América, con sus enormes indefiniciones elementales sobre la raza, la clase social o los abusos de los poderosos.
Nosotros no escapamos de ninguno de esos dilemas, que se han agravado con la inseguridad galopante y la impunidad desvergonzada. Como ciclo inclemente, de tragedia griega, una semana sí y otra también asistimos a la pérdida de control del territorio por la autoridad, mientras avanza la barbarie organizada que destruye continentes mentales y morales y se apodera de vidas y haciendas. Y nadie osa apostar a que esta circunstancia será pronto superada.
Junto con la incertidumbre sobre el ingreso y el empleo que afecta en especial a los jóvenes, muchas personas, regiones y negocios viven la certeza de la violencia impune que marca el destino de familias enteras, amenaza a la sociedad civil y corroe los débiles intentos de los gobiernos locales por recuperar un mínimo orden público.
Hace muchos años, en medio de la atroz y destructiva crisis económica y social de los años 30, el presidente estadunidense Franklin Delano Roosevelt postuló que a lo único que había que tenerle miedo era al miedo mismo. Cuando el temor se apodera de individuos y sociedades, la posibilidad de actuar colectivamente se reduce al mínimo y el sálvese quien pueda se vuelve la consigna de todos.
Llegados ahí, se pierde el sentido de la interdependencia que es esencial para la supervivencia colectiva sobre todo cuando, como nos ocurre ahora, vivimos una globalidad incierta y ominosa. El egoísmo y el individualismo extremos no son virtudes y sólo llevan al rencor y la violencia; pero aquí siguen, tan campantes.
Sólo recuperando la idea y la práctica de la cooperación como necesidad humana, podremos saltar este cerco de fuego y barbarie del que nadie puede presumir estar a salvo.
Alimentarnos bien, educarnos mejor y generar empleos productivos suficientes: desde este triángulo elemental, hoy ausente, México podría trazar la agenda de un nuevo rumbo, dignificar la política y empezar a convertirse en tierra habitable y segura, donde la libertad se dé la mano con la justicia y la igualdad. Como querían Morelos y Cárdenas.
Estos son los retos. Para encararlos hay que dejar atrás ruido, furia y bulla, saltar de la ocurrencia a la agenda, y darle al gobierno del Estado un nuevo y promisorio sentido. Veremos.
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