domingo, 2 de septiembre de 2012

La ilegitimidad del juicio puramente formal del tribunal electoral-- Enrique Dussel *

El acto democrático de sufragarFoto Cristina Rodríguez /Archivo
Estas reflexiones no son las de un abogado o especialista en leyes, sino de un filósofo que considera el acto del tribunal electoral desde el punto de vista de sus fundamentos. Uno de los miembros del tribunal nombró en su exposición a Aristóteles, que en su Ética a Nicómaco escribió: El justo será observante de la ley y de la equidad (tò ísos) (EN V, 1,1129 a 35). El juez, es de esperarse, es ante todo justo, ya que de no serlo no merece ocupar esa función. Hace más de 3 mil 700 años, en el Código de Hammurabi se estipula: He hecho justicia con el pobre, la viuda, el huérfano, el extranjero, expresión crítica ejemplar. El acto justo es más que un acto legal. El acto legal es el que cumple la ley, pero la soberanía del pueblo (tema referido por el tribunal al hacer referencia al artículo constitucional al respecto) es más que la constitucionalidad (aunque la pese a Hans Kelsen). La soberanía del pueblo está antes y por sobre la Constitución, porque el pueblo es el que puede convocar desde su poder soberano a una asamblea constituyente para reformar o darse una nueva Constitución. La soberanía es entonces anterior a la constitucionalidad (contra los formalistas del derecho). De la misma manera, el ciudadano o juez justo es más que el que sólo observa la ley. El acto según la ley es legal. El acto según la justicia debe ser legal (objetivamente) y además legítimo (subjetiva, material y realmente). Hay entonces diferencia entre la pura legalidad formal (del leguleyo, en el lenguaje vulgar), del juez justo que busca también la legitimidad. La diferencia la indicó, de pasada (siendo la intervención más interesante en las horas engorrosas formalistas de las exposiciones de los demás miembros) Constancio Carrasco, cuando mostró el dilema (así lo llamó) entre la problemática del debido proceso y la verdad real o material (indicó con precisión), porque aunque formalmente (según las exigencias legales del debido proceso) a) puedan ser descartadas las pruebas, b) la acumulación razonable de indicios (dijo el miembro del tribunal) configuran la presunción, aunque sea hipotética, de un hecho (por ejemplo, el fraude, agrego yo) que debe tomarse seriamente en cuenta dada la complejidad de la cuestión. Para dar certeza pública al juicio el tribunal debería dar prioridad a la verdad material (continuó acertadamente Carrasco). Y es tal su importancia, que de hecho se aceptó, aun hipotéticamente, la existencia del hecho (el fraude) a ser juzgado, que sin afirmarlo como un acontecimiento objetivo se argumentó en contrario, indicando que los efectos de dicho supuesto acto no cambiaría cuantitativamente el resultado (por la imposibilidad de su evaluación, pero que, de todas maneras, el tribunal decidió que era insignificante, contradiciéndose). Debo decir que sin tocar la esencia de la cuestión el tribunal inauguró una doctrina ética novedosa (!): un acto, aunque injusto o malo éticamente (el fraude), no se lo castiga, porque no se lo juzga como digno de pena (aunque intrínsecamente sea injusto, malo éticamente) si el efecto negativo es pequeño; es decir, en el caso del fraude pareciera (!) que no podía llegar a superar la diferencia entre los dos candidatos. Es como si un campesino robara un pollo (causa por la cual muchos han sufrido cárcel por años) y fuera declarado exento de castigo (inocente formalmente), porque el dueño tiene miles de pollos; es decir, es insignificante proporcionalmente a la riqueza de lo robado. Si alguien roba un millón de dólares al señor Slim, como tiene 64 mil millones procedería la misma sentencia. ¡Doctrina ética que pondría en cuestión la historia mundial de esa disciplina!

Pero abordando la sustancia del asunto, todos los jueces acordaron como estrategia argumentativa elegir un camino formalista y desechar todas las pruebas por no ser acordes con la legislación vigente del debido proceso. Es decir, en verdad material y real no juzgaron nada, sino que nulificaron todas las pruebas de las acusaciones y ni entraron en materia. La verdad real o material, la materia de juicio era la gravedad de un fraude generalizado en el sistema político mexicano –ya tradicional, por desgracia– y que habría que erradicar con un castigo ejemplar, para que se hiciera en el futuro más difícil pensar en el fraude para alcanzar una mayoría en cualquier elección (hasta en la de un concejo municipal). Los jueces sólo se atuvieron a la ponderación de la debilidad formal en la presentación de las pruebas de la existencia del hecho (el fraude) sin considerar la situación trágica concreta del país, en el quién, cuándo, cómo, etcétera, real del hecho, que tanto exigían . Eso se llama en el lenguaje cotidiano escaparse por la tangente, o lavarse las manos, del conocido Poncio Pilatos.

¿Cuál es la diferencia entre la legalidad y la legitimidad?3 El mismo Jürgen Habermas explica claramente la diferencia: la legitimidad se funda en la validez. La validez se alcanza cuando en una comunidad los participantes tienen igualdad (de derechos y posibilidades o medios) e intervienen con razones, sin violencia, llegando a un consenso objetivo (porque es público) que se impone a cada uno y a todos los participantes con la fuerza de la convicción subjetiva. La ley da el marco objetivo institucional de la validez. Por ello en política la validez ética se transforma institucionalmente en la legitimidad que indica que se alcanza el consenso por medio de las instituciones, pero al mismo tiempo con la convicción subjetiva de los participantes. Legal, como hemos dicho, es meramente el cumplimiento de la ley (y puede ser sin convicción subjetiva). El acto justo es legal y legítimo (no sólo legal). Es decir, no sólo se ha aceptado el hecho o la verdad en disputa (no efectuar fraude para ganar una elección), sino que cada miembro ha podido asumir ese hecho como verdadero (real o materialmente, como decía Carrasco), dando igualdad a los oponentes y usando medios legales y éticos (no fraudulentos, que quitan convicción subjetiva, aun a los que los cometen). Si el participante es confundido con artimañas formalistas (que sólo son exigencias formales del debido proceso, pero fetichizado el formalismo del proceso legal a tal punto que no se entra a juzgar por indicios el hecho material en cuestión, y que la población en su mayoría admite que existió el fraude, aunque muchos lo justifican por una cultura tradicional que viene imperando desde el porfiriato), la materia del juicio se torna invisible, pero es más: se torna justificada, fundamentada, porque es ahora legalmente permitida. Me explico.

El tribunal, sin proponérselo, ha dado un paso gigantesco hacia atrás. ¡Mejor que no hubiera habido un tal juicio! Que el fraude sea generalizado (hasta con las cotidianas mordidas) es un hecho. Pero dar razones para justificarlo, y esto por parte de un tribunal última instancia, es gravísimo. El tribunal en vez de demostrar su autonomía de los otros poderes (proclamada, pero una vez más conculcada) por medio de la decisión de aplicar un castigo ejemplar, mayor, que sirva de antecedente jurídico y sea un hito en la historia del derecho mexicano (como hubiera sido anular la elección y exigir su repetición, y con ello condenar el fraude como ilícito), simplemente se lavó la mano en la cuestión, en su verdad y materialidad, refutando todas las pruebas que intentaban probarlo (al fraude) desde un formalismo utópico e imposible de cumplimiento en la situación de violencia y peligro para los testimonios y pruebas en el México actual. Con ello no podrán ser atacados los miembros del tribunal legalmente; saben demasiado de las artimañas de la ley. Por esto Aristóteles, ya que fue nombrado, criticaba a los sofistas (formalistas en este caso) por conocer las reglas de la lógica para usarla con injusticia; por el contrario, el recto filósofo ateniense exige al filósofo justo conocer la lógica para descubrir la verdad, y no simplemente para confundir al adversario. Es decir, señores jueces: conocer la ley para usarla en favor de la justicia, es de la mujer y del hombre justo; y en este caso la justicia consiste en convencer subjetivamente a los ciudadanos agraviados que no hubo tal fraude (pero en esto ustedes nunca se ocuparon de demostrar de que no había existido objetivamente: porque destruir las pruebas que se presentaron para demostrar que había fraude no es lo mismo que justificar por parte de ustedes que no lo hubo, en su materialidad de hecho), o de haberlo castigarlo ejemplarmente.

No habiendo creado convicción subjetiva en los ciudadanos (que es objeto de la justa retórica o no del formalismo legalista) de que no hubo fraude, muchos de nosotros juzgamos como ilegítimo ese dictamen, aunque sea formalmente legal; y como consecuencia también juzgamos de ilegítimo al electo.

Sin legitimidad una democracia no tiene fuerza, es formalista. Y el elegido es débil, porque confronta la resistencia de buena parte de la población, que lo juzgará hasta el final de su mandato como ilegítimo. El haiga sido como haiga sido continuará otro sexenio, uno por un fraude electrónico y por maestros adiestrados en el fraude en la base, otro por la iniquidad de la propaganda televisiva bajo el rótulo de noticias de gobierno, por encuestas falseadas (al menos personalmente, hasta el último momento, me llenaban de tristeza al ver en la televisión, en Milenio, por ejemplo, los resultados, y que en muchos con menor convicción les llevó a no votar, ¡total la cosa está decidida! dijo el señor Fox, o simplemente votar por el ganador, así como muchos se hacen partidarios del club Barcelona en el futbol, porque así tendrán al menos la alegría semanal de vencer virtualmente en algo), o simplemente por variadas maneras de fraude por compra de votos. Helmut Köhl, primer ministro de Alemania durante 14 años, desapareció de la política para siempre por haber recibido cientos de miles de marcos para la Democracia Cristiana de un donante ilegal al que él no delató. Aquí se hablan de hecho miles de veces de mayor cuantía y los responsables ni han sido despeinados. Para instaurar una cultura del no-fraude, para instaurar una democracia con la limpieza electoral (que impera ya en la mayor parte de América Latina, con excepciones menores), hubiera sido un acto ejemplar la anulación de la elección y la necesidad de su repetición. En el futuro el riesgo del fraude hubiera sido tan grande que se pensaría dos veces en repetir esa acción fraudulenta, y el Poder Judicial habría procedido como maestro de legalidad y legitimidad, para instaurar en las costumbres un inexistente estado de derecho. Por desgracia, ha sido maestro de la cultura fraudulenta y ha justificado y por ello permitido, por su no condenación y no castigo (que estaba en sus manos material para imponer una pena todavía no explícita en la ley), el poder hacerlo. Es un juicio legal formalista e ilegítimo desde el punto de vista de la verdad material o real del hecho a ser juzgado: la existencia del fraude y la necesidad de extinguirlo definitivamente en la débil democracia mexicana. ¿Y el candidato electo? Corre la misma suerte: es legal formalistamente e ilegítimo, ante las conciencias ético-políticas de aquellos ciudadanos que se sienten agraviados en sus derechos y que no les han sido dados argumentos suficientes y probatorios de que no hubo fraude.

¡Paciencia activa, conciudadanos! ¡Que la virtud de la Esperanza (tan estudiada por Ernst Bloch) nos motive apasionadamente a continuar en la senda de acciones conducentes a una mayor justicia! La historia dura siglos y un sexenio es un instante… claro que no para el que sufre, tiene hambre, sed, está desnudo y sin casa. Por todos ellos habrá que continuar la lucha con convicción insobornable.

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