El consejo general del IFE ha dado un paso más en favor de Enrique Peña Nieto, al ordenar la destrucción del material electoral correspondiente no solamente a 2006 sino, sobre todo, a 2012, en una abierta y vergonzosa chicana que pretende impedir que cortes o tribunales internacionales cuenten en el futuro con sustento documental para analizar lo sucedido este año con el impugnado triunfo formal del candidato priísta.
En medio del escándalo de Soriana, Mónex y otras formas de compra de votos y de financiamiento ilegal de la campaña y la operación electoral del mexiquense, y a sabiendas de que el Movimiento Progresista había anunciado la decisión de acudir legítimamente a instancias externas para solicitar la revisión del proceso electoral (recurso que incluso podría ser presentado por otras instancias, como hizo la revista Proceso respecto de 2006), los consejeros del IFE dan un golpe de mano para ordenar la desaparición del material del calderonismo ya feneciente pero, sobre todo, del peñanietismo aún susceptible de impugnaciones jurídicas de largo tracto.
Cierto es que, en estricto sentido, la papelería electoral correspondiente a 2006 ya no está en condiciones de probar nada. Los mismos actores que en aquella ocasión habrían cometido fraude en las urnas y en el conteo manual y cibernético de los votos tuvieron mejorada oportunidad de hacer acomodos documentales a lo largo del sexenio en que ejercieron un poder abusivo. Por desgracia, el proceso de desgaste al que fueron sometidas las fuerzas armadas durante la actual administración hace que sea imposible confiar en que el resguardo verde olivo hubiese podido impedir que los beneficiarios de aquel fraude, ya instalados en la comandancia suprema, adulteraran las constancias electorales.
Por esas mismas condiciones (una especie de carencia inmanente de confiabilidad), los papeles de 2006 tampoco tienen importancia académica de largo plazo o política en lo inmediato. Nada sustancial y atendible saldría del eventual trabajo de investigadores sobre ese material en entredicho, y nada se podría hacer ya para deponer o impedir el ejercicio ilegítimo del poder que se derivó de aquellos episodios. La nueva concurrencia electoral, en 2012, llevó incluso al líder de los ciudadanos convencidos de que hubo un fraude seis años atrás a otorgar un perdón al gran infractor, Felipe Calderón, a mirar hacia un futuro electoral rediseñado (con un partido propio, Morena) y a no estancarse en el pasado.
Queda, desde luego, el plano histórico: el de la memoria y el del juicio que sobre esos comicios habrá de escribirse. Calderón no ha podido librarse a lo largo de su funeraria administración de las acusaciones públicas de ejercer un poder ilegítimo y de ser un espurio. Desde esa perspectiva, el nuevo depositario de similares impugnaciones es bien servido por el consejo general del Instituto Federal Electoral, al ser aprobada la destrucción de la mencionada papelería de 2006 y, con premura delatora, la del presente año.
Destruir boletas, actas y demás material escrito es un acto político contra las últimas referencias palpables del desorden inducido que permitió seis años atrás el despojo a un candidato reformista y la imposición de un personaje sombrío pero siempre servicial para con los poderes reales que le inventaron una hazaña de última hora y un muy reducido margen de diferencia, aun en esos mismos números oficiales adulterados. Mas, en su significativa premura, los amables consejeros del IFE han colocado en el mismo cesto los casos de Calderón en 2006 y de Peña Nieto en 2012.
No es solamente la pretensión de remachar mediante destrucciones documentales que lo del licenciado Calderón es cosa juzgada, sino hacer la misma limpieza en los archivos de 2012. No es, desde luego, que en esta ocasión el fraude se cometiera al estilo usado seis años atrás, pues ahora se practicó el método extracasillas, comprando abiertamente el voto, usando ríos de dinero oscuro para la operación de ejércitos de mapaches y movilizadores electorales y dejando en las actas oficiales tan frías constancias numéricas que a pesar de su apabullante resultado no produjeron entusiasmo ni jolgorio más que en la élite peñanietista.
Es muy probable que en los documentos condenados a la desaparición no se pudiesen encontrar las evidencias integrales de los fraudes disímbolos cometidos por expertos en la materia, pero los propios consejeros del IFE han colocado ahora en el mismo nicho los dos procesos impugnados. Les urge conjurar los fantasmas que se siguen moviendo en las calles y que perseguirán al segundo beneficiario de procesos electorales altamente irregulares. Y tratan, envalentonados por la impunidad con que hasta ahora se han movido, de aparentar que este proceso, el del presente año, fue un ejemplo de buen manejo y mejores resultados (los de este año, los comicios mejor organizados de la historia, se ha autoelogiado Leonardo Valdés Zurita).
En términos generales, el aparato institucional de gobierno y representación está mostrando un cinismo aceleradamente creciente, que pretende ajustar irregularidades e incluso criminalidad a los parámetros de una legalidad que mantienen bajo control extremo. Van amenazando a expresiones críticas y disidentes, advierten a legisladores de oposición de los castigos a que se harán merecedores si persisten en plantones o tomas de tribuna, mantienen bajo amago o bajo compra a una buena parte de los medios de comunicación y tratan de imponer una verdad oficial, en este caso, la inexistencia de fraudes electorales, ni en el distante 2006 ni en el reciente 2012 en el que, casi nada más por guardar las formas, bien habrían hecho los consejeros electorales en no equipararlos, y dejar esos papeles oscuros en un reposo sexenal a sabiendas de que, a fin de cuentas, las pillerías en esta materia comicial son difíciles de demostrar (aunque sucedan a los ojos de mucha gente), y que el ejercicio del poder comprado se irá cumpliendo, haiga de ser como haiga de ser. ¡Hasta mañana!
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