La hora de los principios
Rolando Cordera Campos
P
resa del corto plazo, la sociedad asiste desarmada al cambio de poderes, mientras que quienes los detentan formalmente no encuentran el modo de comunicar sus visiones y ambiciones a una ciudadanía aturdida por la violencia y los desplantes autoritarios de última hora por parte del presidente Calderón. Haber presentado una iniciativa tan divisiva como la de la reforma laboral, so capa de estrenar el privilegio presidencial de la iniciativa preferente, no sólo muestra a un Poder Ejecutivo al borde de un ataque de nervios, sino a un empresariado embargado por una avidez de poder que no encuentra cauce ni dique apropiados en los partidos y los legisladores.
No se trata del derecho a la libertad de expresión de los propietarios, que no está en duda, sino de la prudencia y seriedad de los patrones para intervenir en un proceso político crispado que no puede gestar conductas apropiadas para construir el largo plazo. Éste es indispensable para deliberar sobre reformas de gran calado cuya mera definición precisa, en cuanto a su perfil y alcances, ha estado ausente del debate actual y de los pasados sobre las
reformas que tanto necesitamos, mantra nefasto que no contribuye en nada a transparentar los intereses en juego y la posibilidad de volverlos compatibles con objetivos mayores de bien común o interés general. Tal vez sea por todo esto que vivamos hoy bajo la terrible sensación de que no hay Estado.
No hay tal cosa, pero el que la sensibilidad dominante en amplios grupos sociales sea ésta, señala una dirección peligrosa para la política futura e inmediata: que lo que se imponga sea un clamor por la recentralización del poder, por encima de las restricciones democráticas, políticas y jurídicas, como único camino para lidiar con la decadencia institucional y, a la vez, encarar los desafíos del cambio estructural que la crisis global plantea. Más que de la superchería sobre la restauración priísta, estaríamos aquí hablando de la irrupción de nuevas tendencias y fuerzas autoritarias sustentadas en coaliciones muy lejanas de aquellas nacional-populares que dieron lugar al presidencialismo mexicano y su corporativismo político, como atinadamente lo llamara Arnaldo Córdova.
Hablar y pensar en el largo plazo es crucial para sociedades en crisis, como la nuestra. Pero hacerlo es una tarea siempre acosada por la dictadura de lo inmediato que, para nuestro infortunio, no sólo sienta sus reales en el mercado y la empresa, sino en el Estado mismo, en los partidos y los congresos. Hace unas semanas, Arun Kumar, distinguido profesor indio de la Universidad Nehru, recordaba que Gandhi ofreció una salida sencilla a tan agresivo embrollo: para eso están los principios, que anclan y a la vez sirven de puente a las pasiones y a los intereses que ciegamente buscan su consumación en el corto plazo. ¿Podemos seguir la conseja gandhiana? Intentémoslo, por lo menos, recurriendo a los datos y estructuras duros de nuestra dura actualidad.
México ha sido un país marcado históricamente por la desigualdad. A través de los muchos cambios de régimen y formas de crecimiento que han moldeado su evolución, la desigualdad se ha mantenido como seña de identidad y forma cultural que afecta las relaciones sociales básicas y puede poner en riesgo la estabilidad política mínima que reclaman la democracia y el carácter abierto de su actual economía política. Por años, esta combinación pobreza de masas-desigualdad pudo dinamizarse gracias al crecimiento sostenido de la economía y un profundo cambio estructural dirigido a la industrialización del país. En esa etapa, que llegó hasta principios de los años 80 del siglo pasado, el Estado tuvo un papel central como promotor y líder del proceso económico y como conjunto institucional encargado de modular el conflicto social y crear mecanismos más o menos eficaces de protección social.
Con las crisis de aquellos años y el posterior cambio estructural para apresurar la inscripción del país en la escena global, mucho cambió en la estructura productiva y su orientación, en el tamaño y distribución de la población, en el sistema político y en el desempeño del Estado. Lo que no cambió positivamente fue una cuestión social caracterizada por la concentración de ingresos, riquezas y privilegios, la vulnerabilidad de la mayoría y la pobreza en sus diferentes categorías. La falta de un crecimiento sostenido y dinámico exacerbó estas tendencias y propició un divorcio fundamental entre la economía abierta y la demografía poblada de jóvenes. Todo este cuadro ha dañado la cohesión social y amenaza la reproducción democrática.
Construir un efectivo y legítimo Estado social y comprometerse con un crecimiento alto y sostenido, basado en una nueva industrialización capaz de
interiorizarlas promesas globales, es lo que México requiere con urgencia. Sólo así podrá ponerse en el centro la superación del mal empleo que hoy nos afecta y darle a la justicia social un significado actual que, además, esté a la altura los tiempos de crisis y transformación que viven el mundo y su globalización.
Nacionalizar la globalización y realizar la reforma social del Estado para convertirlo en un auténtico Estado de bienestar, serían las divisas maestras de un gran cambio de objetivos nacionales para cimentar un auténtico acuerdo en lo fundamental. He aquí unos principios iniciales de los que podríamos agarrarnos para evitar que el remolino nos alevante.
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