domingo, 6 de septiembre de 2009

Llamado a hablar mal de México*--DENISE DRESSER-No le creí a Calderón-Alvaro cueva.

Y en los tiempos oscuros, ¿habrá canto?
Sí. Habrá el canto sobre los tiempos oscuros.
Bertolt Brecht
Hace unos días, el presidente Felipe Calderón criticó a los críticos y convocó a hablar bien de México: "Hablar bien de México, de las ventajas que México tiene… es la manera de construir, precisamente, el futuro del país". Y de allí, siguiendo su propio exhorto, pasó a congratularse porque la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes aquí es más baja que en Colombia, Brasil, El Salvador o Nueva Orleáns. Las ventajas de México quedarán claras cuando decidamos hablar bien del país, concluyó.

Escribo ahora para pedirte –lector o lectora– que hagas exactamente lo contrario a lo que el Presidente exige. Escribo ahora para recordarte que el estoicismo, la resignación, la complicidad, el silencio, y la impasibilidad de tantos explican por qué un país tan majestuoso como México ha sido tan mal gobernado. Es la tarea del ciudadano, como lo apuntaba Günter Grass, vivir con la boca abierta. Hablar bien de los ríos claros y transparentes, pero hablar mal de los políticos opacos y tramposos; hablar bien de los árboles erguidos y frondosos pero hablar mal de las instituciones torcidas y corrompidas; hablar bien del país pero hablar mal de quienes se lo han embolsado.

El oficio de ser un buen ciudadano parte del compromiso de llamar a las cosas por su nombre. De descubrir la verdad aunque haya tantos empeñados en esconderla. De decirle a los corruptos que lo han sido; de decirle a los abusivos que deberían dejar de serlo; de decirle a quienes han expoliado al país que no tienen derecho a seguir haciéndolo; de mirar a México con la honestidad que necesita; de mostrar que somos mejores que nuestra clase política y no tenemos el gobierno que merecemos. De vivir anclado en la indignación permanente: criticando, proponiendo, sacudiendo. De alzar la vara de medición. De convertirte en autor de un lenguaje que intenta decirle la verdad al poder. Porque hay pocas cosas peores –como lo advertía Martin Luther King– que el apabullante silencio de la gente buena. Ser ciudadano requiere entender que la obligación intelectual mayor es rendirle tributo a tu país a través de la crítica.

Ahora bien, ser un buen ciudadano en México no es una tarea fácil. Implica tolerar los vituperios de quienes te exigen que te pases el alto, cuando insistes en pararte allí. Implica resistir las burlas de quienes te rodean cuando admites que pagas impuestos, porque lo consideras una obligación moral. Lleva con frecuencia a la sensación de desesperación ante el poder omnipresente de los medios, la gerontocracia sindical, los empresarios resistentes al cambio, los empeñados en proteger sus privilegios.

Aun así me parece que hay un gran valor en el espíritu de oposición permanente y constructiva versus el acomodamiento fácil. Hay algo intelectual y moralmente poderoso en disentir del statu quo y encabezar la lucha por la representación de quienes no tienen voz en su propio país. Como apunta el escritor J.M. Coetzee, cuando algunos hombres sufren injustamente, es el destino de quienes son testigos de su sufrimiento padecer la humillación de presenciarlo. Por ello se vuelve imperativo criticar la corrupción, defender a los débiles, retar a la autoridad imperfecta u opresiva. Por ello se vuelve fundamental seguir denunciando las casas de Arturo Montiel y los pasaportes falsos de Raúl Salinas de Gortari y las mentiras de Mario Marín y los abusos de Carlos Romero Deschamps y el escandaloso Partido Verde y los niños muertos de la guardería ABC y los cinco millones de pobres más.

No se trata de desempeñar el papel de quejumbroso y plañidero o erigirse en la Casandra que nadie quiere oír. No se trata de llevar a cabo una crítica rutinaria, monocromática, predecible. Más bien un buen ciudadano busca mantener vivas las aspiraciones eternas de verdad y justicia en un sistema político que se burla de ellas. Sabe que el suyo debe ser un papel puntiagudo, punzante, cuestionador. Sabe que le corresponde hacer las preguntas difíciles, confrontar la ortodoxia, enfrentar el dogma. Sabe que debe asumirse como alguien cuya razón de ser es representar a las personas y a las causas que muchos preferirían ignorar. Sabe que todos los seres humanos tienen derecho a aspirar a ciertos estándares decentes de comportamiento de parte del gobierno. Y sabe que la violación de esos estándares debe ser detectada y denunciada: hablando, escribiendo, participando, diagnosticando un problema o fundando una ONG para lidiar con él.

Ser un buen ciudadano en México es una vocación que requiere compromiso y osadía. Es tener el valor de creer en algo profundamente y estar dispuesto a convencer a los demás sobre ello. Es retar de manera continua las medias verdades, la mediocridad, la corrección política, la mendacidad. Es resistir la cooptación. Es vivir produciendo pequeños shocks y terremotos y sacudidas. Vivir generando incomodidad. Vivir en alerta constante. Vivir sin bajar la guardia. Vivir alterando, milímetro tras milímetro, la percepción de la realidad para así cambiarla. Vivir, como lo sugería George Orwell, diciéndoles a los demás lo que no quieren oír.

Quienes hacen suyo el oficio de disentir no están en busca del avance material, del avance personal o de una relación cercana con un diputado o un delegado o un presidente municipal o un Secretario de Estado o un Presidente. Viven en ese lugar habitado por quienes entienden que ningún poder es demasiado grande para ser criticado. El oficio de ser incómodo no trae consigo privilegios ni reconocimiento, ni premios, ni honores. Uno se vuelve la persona que nadie sabe en realidad si debe ser invitada, o el colaborador de una revista a la cual le recortan la publicidad.

Pero el ciudadano crítico debe poseer una gran capacidad para resistir las imágenes convencionales, las narrativas oficiales, las justificaciones circuladas por televisoras poderosas o Presidentes porristas. La tarea que le toca –te toca– precisamente es la de desenmascarar versiones alternativas y desenterrar lo olvidado. No es una tarea fácil porque implica estar parado siempre del lado de los que no tienen quién los represente, escribe Edward Said. Y no por idealismo romántico, sino por el compromiso con formar parte del equipo de rescate de un país secuestrado por gobernadores venales y líderes sindicales corruptos y monopolistas rapaces. Aunque la voz del crítico es solitaria, adquiere resonancia en la medida en la que es capaz de articular la realidad de un movimiento o las aspiraciones de un grupo. Es una voz que nos recuerda aquello que está escrito en la tumba de Sigmund Freud en Viena: "la voz de la razón es pequeña pero muy persistente".

Vivir así tiene una extraordinaria ventaja: la libertad. El enorme placer de pensar por uno mismo. Eso que te lleva a ver las cosas no simplemente como son, sino por qué llegaron a ser de esa manera. Cuando asumes el pensamiento crítico, no percibes a la realidad como un hecho dado, inamovible, incambiable, sino como una situación contingente, resultado de decisiones humanas. La crisis del país se convierte en algo que es posible revertir, que es posible alterar mediante la acción decidida y el debate público intenso. La crítica se convierte en una forma de abastecer la esperanza en el país posible. Hablar mal de México se vuelve una forma de aspirar al país mejor.

Esta es una posición vital extraordinariamente útil pero heterodoxa en un lugar que cambia pero muy lentamente debido a la complicidad de sus habitantes y sus gobernantes. Porque hay tantos que parten de la premisa: "así es México". Tantos que parten de la inevitabilidad. Tantos que parten de la conformidad. Ya lo decía Octavio Paz: "Y si no somos todos estoicos e impasibles –como Juárez y Cuauhtémoc– al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de nuestras victorias nos conmueve nuestra entereza ante la adversidad". Allí está nuestro conformismo con la corrupción cuando es compartida. Nuestra propensión a compararnos hacia abajo y congratularnos –como lo hace Felipe Calderón– porque por lo menos México no es tan violento como la ciudad de Nueva Orleáns.

Ante esa propensión al conformismo te invito a hablar mal de México. A formar parte de los ciudadanos que se rehúsan a aceptar la lógica compartida del "por lo menos". A los que ejercen a cabalidad el oficio de la ciudadanía crítica. A los que alzan un espejo para que un país pueda verse a sí mismo tal y como es. A los que dicen "no". A los que resisten el uso arbitrario de la autoridad. A los que asumen el reto de la inteligencia libre. A los que piensan diferente. A los que declaran que el emperador está desnudo. A los que se involucran en causas y en temas y en movimientos más grandes que sí mismos. A los que en tiempos de grandes disyuntivas éticas no permanecen neutrales. A los que se niegan a ser espectadores de la injusticia o la estupidez. A los que critican a México porque están cansados de aquello que Carlos Pellicer llamó "el esplendor ausente". A los que cantan en la oscuridad porque es la única forma de iluminarla.

*Esta nueva versión del artículo de Denise Dresser sustituye a la anterior, incluyendo la impresa, que por fallas técnicas y humanas presentaba varias imprecisiones.

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Ojo por ojo
Álvaro Cueva

2009-09-06•Acentos

Yo debo ser el peor de los mexicanos, pero no le creí al mensaje que Felipe Calderón se aventó la mañana del 2 de septiembre.

¿Por qué? Porque me sonó a puro rollo para quedar bien con la gente, porque me pareció una mala declamación, porque no me dijo nada que yo no supiera antes.

Porque fue como el inicio de una campaña electoral de medio tiempo, porque fue una buena salida para cancelar las críticas, porque fue una idea genial para desviar la mirada del tema del Informe presidencial.

¡Porque ya para qué! Eso lo hubiera dicho antes. Eso lo hubiera hecho antes.

A estas alturas del sexenio, aventarse semejantes declaraciones lució más a estrategia para que la opinión pública lo deje en paz de aquí a 2012, que al planteamiento de soluciones para un montón de problemas.

Qué listo Felipe Calderón porque, claro, ¿qué maldito mexicano va a decir que está en contra de ayudar a los pobres, que no quiere una mejor educación para sus hijos o que no sueña con acabar con el crimen organizado?

Su decálogo es una trampa. Sólo un traidor al género humano, ya no se diga a la patria, se atrevería a cuestionar cualquiera de sus propuestas.

El problema es que todas ellas son abstractas y ni hablemos de las frases célebres.

“Los retos que enfrentamos nos obligan a redefinir las prioridades y el ritmo de los cambios”.

¡No, pues sí! ¡Qué apantallador! Dicho con esas palabras y en tono de “Mamá, soy Paquito, no haré travesuras”, por supuesto que este discurso pega en el alma.

¿Pero de qué ritmo de qué cambios estamos hablando porque, al menos yo, jamás había visto una medición de ese ritmo, no sé a qué cambios se está refiriendo, no me queda claro si redefinir sea sinónimo de acelerar, ni sabía que hubiera otra prioridad para el gobierno del señor Calderón que no fuera la guerra contra el narco como para hablar de prioridades así, en plural?

“Enfrentamos un momento definitorio. En nuestras manos está el decidir si seguimos en la inercia o si impulsamos cambios de fondo para transformar el país”.

Perdón, pero yo jamás he conocido un momento que no sea definitorio, no entiendo de qué inercia estamos hablando y en “sus manos”, no en las nuestras, siempre ha estado la posibilidad de impulsar los cambios de este país.

¿Cuál era la intención de estas palabras? ¿Culpar a otros poderes de los fracasos de sus administración? ¿Atacar a sus enemigos? ¿Jugar a la autocrítica?

Me da mucha pena tener que decir esto, pero a cualquier trabajador que se deje llevar por la inercia o que no dé resultados, aquí y en China, se le penaliza, y se le penaliza duro antes de cumplir el tercer año en su puesto.

Yo lo único que he escuchado alrededor de esta declaración han sido elogios como si el sólo hecho de reconocer la existencia de una “inercia” corrigiera mágicamente nuestros grandes conflictos nacionales.

No sé a don Felipe, pero a mí sí me daría vergüenza llegar con mis jefes, decirles que no he hecho todas las cosas para las que me contrataron, aventarle la bolita a otras personas, justificar mi ineficiencia en el dato de que trabajo en un contexto adverso y, encima,
hacerme fiesta.

No, no le voy a arruinar el día cuestionando frase por frase el discurso del señor Calderón, pero es que antes, cuando el Presidente le ofrecía un mensaje de esta naturaleza a la nación, iba acompañado de puntos concretos.

Si México se iba a levantar a través de un pacto de solidaridad económica, por ejemplo, nos decían dónde estábamos parados, adónde íbamos a llegar, qué iba a pasar mes a mes y todos íbamos a tener la posibilidad de medir los resultados.

¿Qué nos quiso decir el Presidente cuando nos habló de una “reforma política de fondo”? ¿Quiso echar a volar nuestra imaginación, darle material a los periodistas para que tuvieran qué preguntarle o ni siquiera él lo tenía claro?

¿A qué se refería con lo de la cobertura universal de salud? ¿A que ya va a haber equipo y medicamento en todos los hospitales que existen o que se van a abrir más, pero en las mismas condiciones?

Por favor discúlpeme si no me pongo de pie ante estas palabras, pero a mí me suena a una combinación de las promesas electorales de todos los partidos recitadas casi con la misma vehemencia de José López Portillo cuando nos dijo que iba a defender el peso como un perro. Y acuérdese cómo nos fue.

¡Atrévase a opinar!

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