MÉXICO, D.F., 19 de abril.- En La tentación de la inocencia, Pascal Bruckner nos recuerda que la información y la verdad eran generalmente conocidas bajo la forma de revelaciones –es decir, develamientos, investigaciones o denuncias– y que el impacto que nos producían “provenía de la inmensa ignominia repentinamente destapada”.
Esta forma del develamiento –que en México nos recuerda escritos y experiencias de Graham Green, Julio Scherer, Monsiváis, Poniatowska y el subcomandante Marcos– seguirá existiendo porque las tiranías y los poderes mantendrán siempre en secreto sus crímenes. Sin embargo, con el desarrollo de los medios de comunicación y de la libertad de información, advierte Bruckner, se ha establecido “el reino de la sobreexposición, generador a la vez de equivalencia y de costumbre”.
En efecto, cuando Calderón desató la guerra contra el crimen organizado, los secuestrados y asesinados, los torturados y descabezados surgían en la pantalla y en los periódicos causando conmociones. La adrenalina nos ponía en estado de vértigo, alteraba nuestra percepción y nos hería e indignaba el ultraje. Desde entonces, bajo el peso de la absurdidad de esa guerra y del requisito mediático de información y originalidad, la vertiginosidad de ese tipo de noticias no ha dejado de sucederse, pero a ella se suma la vertiginosidad de otras que disipan el espanto.
No bien miramos el horror del día cuando al punto aparecen otras tomas que lo velan: los cuerpos de los estudiantes asesinados en Ciudad Juárez desaparecen inmediatamente bajo un río de noticias, de anuncios y de programas insulsos. Aún no hemos acabado de digerir esas tragedias cuando otros horrores, con sus dosis de comerciales y programas insustanciales, sustituyen a los anteriores. A los estudiantes de Ciudad Juárez suceden los del Tec de Monterrey; a los descuartizados de tal estado, el asalto a la guarida de Beltrán Leyva; a éste, la bala en el cráneo de Cabañas; a ésta, el reality show de la familia Gebara Farah, y a ésta los colgados y baleados de Morelos… “Servidas en rachas desvinculadas entre sí –explica Bruckner–, crueldades y futilezas se suceden formando una guirnalda barroca que las nivela y las anula”. Frente a la vejez y el olvido del episodio de ayer, la novedad horrible y sin esfuerzo del de hoy.
La consecuencia es la banalización del espanto. Si hace años bastaba un spot televisivo para sensibilizar nuestra conciencia y movilizarnos, hoy la saturación del horror y del divertimiento la estancan. De ese modo saturados, los seres humanos nos volvemos voyeuristas, espectadores de pornografía con derecho a mirar todo y a regodearnos –como en el caso de la niña Paulette– en la indiscreción del objetivo. Multiplicadas hasta lo insoportable, tomas, fotografías y reportajes de asesinatos, torturas, muertes y catástrofes, acompañadas de publicidad, shows y comedias, generan un saldo que, al final de la jornada, es la apatía, la monótona inalterabilidad del infierno.
La exhibición del horror, junto a la exhibición de la diversión, lejos de conmocionar, favorecen la parálisis. No la del miedo, sino la del aplastamiento. ¿Cómo asumir todas esas tragedias y responder a ellas en medio de una orgía de esparcimiento y consumo? Todas esas víctimas de una época enferma que, al parejo del jolgorio mediático, irrumpen en nuestras vidas, “nos sobrepasan –vuelvo a Bruckner– con su profusión y su diversidad (y nos gritan en la) lengua (…) de la conciencia un ultimátum terrible: ‘ocúpense de nosotros’”. Su efecto, sin embargo, frente a la desproporción de la tarea, es, como digo, el aplastamiento. Más allá de la vergüenza, de los restos de indignación que nos quedan –y que surgen intermitentes entre la escena horrible y el anuncio del coche, de la tarjeta de crédito, de la crema antiarrugas–, no sabemos qué hacer frente a esos dramas cuya desproporción supera nuestra capacidad de respuesta.
Pareciera que los medios de comunicación, por una paradoja perversa de la libertad, lejos de denunciar lo terrible de un gobierno que no sabe poner orden en su casa y pretende controlarnos con el miedo y el estado de excepción, se sumaran a él en su sobreexposición del mal y de la diversión. La presencia inmediata de cada individuo en las desgracias de nuestro entorno y en las festividades del mercado conduce directamente a la inercia y a la aceptación bovina de la policía y del Ejército en las calles. Lejos de movilizarnos, los medios logran lo que el gobierno y el crimen desean: abatirnos en un estado de catástrofe permanente y en la aceptación de que el mal sólo se combate con otro mal: el incremento de los cuerpos de seguridad.
¿Tendrían que callarse? Más bien tendrían el deber de canalizar la indignación, de abrir la puerta angosta de la resistencia. El derecho a la información tiene que ir acompañado del deber de rechazar el terror, la guerra y el miedo como métodos de gobierno y de vida civil. Pero habría que preguntarse: ¿Hay todavía en el grueso de los medios de comunicación una ambición civilizadora, o lo único que les interesa es preservarse, como nuestros gobiernos, mediante la sobreexplotación del horror y de la diversión?
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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