No sorprende demasiado la revelación de que en 2006 Felipe Calderón pactó con el PRI la devolución de la Presidencia a ese partido en la persona de Peña Nieto (La Jornada, 3/9/12).
El dato es consistente con la relación de mutuo beneficio entablada entre Acción Nacional y el tricolor desde 1988, cuando Salinas pudo consumar la usurpación gracias al reconocimiento de los legisladores panistas. En los seis años siguientes habrían de venir las concertacesiones, es decir, las entregas de gubernaturas estatales, al margen de las urnas, a militantes del blanquiazul; el estreno de un panista en el gabinete presidencial (Antonio Lozano Gracia, 1994); la tersa sucesión Zedillo-Fox en 2000; el respaldo de los priístas a la imposición de Calderón tras el fraude de 2006 (ahora ya sabemos con nitidez a cambio de qué) y, en el año presente, la aquiescencia del calderonato y del panismo a una elección inmunda, a la legalización de la inmundicia por el Tribunal Electoral y, seguramente, si es que el resto del país la aguanta, a una toma de posesión moralmente inviable, el próximo 1° de diciembre.
La convivencia entre los dos partidos es, pues, un hecho sostenido que dura ya 24 años y que ha llevado a la sociedad a bautizar a ese régimen bicápite con un apelativo evidente: el PRIAN. El PRIAN no es únicamente, desde luego, una alianza política inconfesable sino, antes que eso, un acuerdo de estrategia económica y de sometimiento a las directrices provenientes de Estados Unidos. El PRIAN es la garantía de continuidad del modelo neoliberal, el cual requiere de gobiernos autoritarios, resueltos a violentar las leyes y los derechos y blindados y excluyentes en el ejercicio del poder.
Lo sorprendente, en todo caso, es que la existencia de ese pacto mafioso para una alternancia bipartidista antidemocrática sea tan conocido entre cuadros panistas y que éstos, conociéndolo, no lo hayan denunciado de manera pública y, en algunos casos, se hayan prestado a participar en una campaña presidencial –la de Josefina Vázquez Mota– que, a la luz de este acuerdo, fue una mera simulación.
Ello es significativo de la bancarrota cívica del panismo y de la perfecta improcedencia de buscar alianzas con el blanquiazul para democratizar al país. Esa perspectiva es tan cándida –en el mejor de los casos– como la de aliarse con Drácula para enfrentar al hombre lobo, o al revés. También exhibe, a posteriori, la injusticia de las críticas emanadas de los chuchos perredistas contra López Obrador, cuando éste se oponía a una alianza PAN-PRD en el Estado de México, y era acusado de jugar, de esa forma, para los intereses de Peña. ¿Lo ven? Pues no: quienes trabajaban para enfilar a Peña a Los Pinos eran aquellos con los cuales se pretendía establecer alianzas.
Otra inferencia necesaria es que hoy en día, como en los años 60 y 70 del siglo pasado, quien controla el Ejecutivo sigue teniendo en sus manos un protagonismo tan ilegal como indecente en la decisión central en torno a su sucesión.
La campaña, la elección, la calificación y la confirmación de que el PAN y el PRI son dos logotipos de un mismo programa de dominación oligárquica llevan, finalmente, a una conclusión inevitable: poco o nada puede esperarse de esa formalidad democrática, tan minuciosamente sellada por los poderes mafiosos, para impulsar los cambios de fondo que le urgen al país. En tal circunstancia, la primera transformación necesaria es el desmantelamiento de ese poder anticonstitucional cerrado en sí mismo y cada vez más contrapuesto y hostil a las aspiraciones de sus supuestos representados.
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