Carlos Fernández-Vega
Muy atareados andan los voceros oficiales y oficiosos –no sólo aquí, sino en la mayor parte del orbe– en su intento por convencer a propios y extraños de que lo peor de la crisis ya pasó”, y que de aquí a unas cuantas semanas los habitantes de este sacrificado planeta volverán a sonreír como –según ellos– lo hacía la humanidad antes del “catarrito” generalizado. Sin embargo, salvo ellos, pocos podrán sentirse felices tras los resultados de tan contundente “resfrío”, que se suman a los de zarandeadas anteriores.
“Retomar la senda del crecimiento”, como asegura la versión oficial, equivale a dejar las cosas tal cual estaban antes del estallido de la crisis, en espera de la siguiente; es reproducir las condiciones que llevaron al “catarrito” masivo. De hecho ni siquiera los reportes del siempre optimista Banco Mundial (Informe sobre el desarrollo mundial 2010; desarrollo y cambio climático) permiten esbozar siquiera una leve sonrisa ahora que “lo peor ya pasó”, pues el organismo advierte que “por primera vez en la historia, este año se ha superado el umbral de los mil millones de personas hambrientas. Cuando son todavía tantos los que viven en la pobreza y sufren hambre, el crecimiento y la mitigación de la pobreza continúan siendo la prioridad dominante para los países en desarrollo”.
¿Debe el planeta retomar las políticas que condujeron al estallido de la crisis como si nada hubiera sucedido? El propio Banco Mundial, uno de los entusiastas promotores de tales políticas, nos obsequia un rápido recorrido que, sin desearlo, da respuesta a la “duda”: una cuarta parte de la población de los países en desarrollo continúa viviendo con menos de 1.25 dólares al día; mil millones de personas carecen de agua potable, mil 600 millones de electricidad y 3 mil millones de servicios de saneamiento adecuados. La cuarta parte de todos los niños de países en desarrollo están malnutridos. “Hacer frente a estas necesidades debe seguir siendo la prioridad tanto para los países en desarrollo como para las entidades que prestan ayuda para el desarrollo, en vista de que el progreso se volverá más arduo y no más fácil”, aunque lo atribuye a los efectos del cambio climático.
A la devastación social provocada por las políticas neoliberales (no reconocida abiertamente por el Banco Mundial) hay que sumar los efectos del cambio climático, que “amenazan al mundo entero, pero los países en desarrollo son los más vulnerables. Según las estimaciones, soportarán aproximadamente entre 75 y 80 por ciento del costo de los daños provocados por la variación del clima. Incluso un calentamiento de 2 grados centígrados por encima de las temperaturas pre industriales –probablemente lo mínimo que padecerá el planeta– podría generar en África y Asia meridional una reducción permanente del producto interno bruto de entre 4 y 5 por ciento. La mayor parte de los países en desarrollo carecen de la capacidad financiera y técnica suficiente para manejar el creciente riesgo climático. Asimismo, dependen en forma más directa de recursos naturales sensibles al clima para generar sus ingresos y su bienestar. Además, la mayoría se ubica en regiones tropicales y subtropicales ya sujetas a un clima sumamente variable”.
Ahora que “lo peor ya pasó”, el Banco Mundial subraya que “es improbable que el crecimiento económico por sí solo sea lo suficientemente rápido o equitativo para contrarrestar las amenazas derivadas del cambio climático, en particular si continúa el elevado nivel de intensidad del carbono y se acelera el calentamiento mundial. En consecuencia, la política climática no puede presentarse como una opción entre crecimiento y cambio climático. De hecho, las políticas climáticas inteligentes son las que propician el desarrollo, reducen la vulnerabilidad y permiten financiar la transición hacia caminos con niveles más bajos de emisión de carbono. El crecimiento es condición necesaria, pero no suficiente, para lograr mayor capacidad de resistencia. El crecimiento económico es necesario para reducir la pobreza y es la base para lograr mayor capacidad de resistencia al cambio climático en los países pobres. Pero, por sí solo, no es la respuesta al cambio climático. No es probable que el crecimiento sea lo bastante rápido para ayudar a los países más pobres, y puede aumentar la vulnerabilidad a los riesgos climáticos. El crecimiento tampoco suele ser lo bastante equitativo para ofrecer protección a los más pobres y más vulnerables”.
Los países más ricos tienen más recursos para hacer frente a los impactos del clima, y las poblaciones con mejor nivel de instrucción y de salud tienen, por naturaleza, mayor capacidad de resistencia, apunta el organismo, “pero el proceso de crecimiento puede exacerbar la vulnerabilidad al cambio climático, como ocurre, por ejemplo, en el caso de la extracción cada vez mayor de agua para la agricultura, la industria y el consumo… No es probable que el crecimiento sea lo bastante rápido como para que los países de ingreso bajo puedan permitirse el tipo de protección con que cuentan los países ricos”.
En América Latina y el Caribe la crisis arrasó y, por si fuera poco, los ecosistemas más importantes están amenazados. “En primer lugar, se prevé la desaparición de los glaciares tropicales de los Andes, lo que modificaría el calendario y la intensidad del agua a disposición de varios países y provocaría estrés hídrico por falta de agua al menos a 77 millones de personas ya en el año 2020, así como una amenaza para la energía hidroeléctrica, fuente de más de la mitad de la electricidad en muchos países de América del Sur. En segundo lugar, el calentamiento y la acidificación de los océanos darán lugar a episodios frecuentes de blanqueamiento y posible extinción progresiva de los arrecifes de coral en el Caribe, que cuentan con los criaderos de aproximadamente 65 por ciento de todas las especies ictícolas de la cuenca, ofrecen protección natural frente a las mareas de tormenta y son un activo fundamental para el turismo. En tercer lugar, los daños en los humedales del Golfo de México harán que esta costa sea más vulnerable a los huracanes más intensos y más frecuentes. En cuarto lugar, el impacto más desastroso podría ser la extinción dramática del bosque amazónico y la transformación de grandes extensiones en sabana, con graves consecuencias para el clima de la región, y quizá de todo el mundo”.
Las rebanadas del pastel
¡Felicidades!, porque “lo peor ya pasó”.
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