Gustavo Gordillo/I
El país marcha a la deriva, en una dinámica catastrófica de desacuerdos y desencuentros. Es necesario preguntarnos por qué es así.
La visión que postuló la supremacía del mercado sobre otros mecanismos de orden social fue más allá del rechazo a las intervenciones públicas, para adentrarse en un camino de debilitamiento del Estado por la vía de las privatizaciones y las desregulaciones.
Otro mecanismo pernicioso y desarticulador consistió en someter a las grandes empresas públicas al desgaste y erosión, sea a través del régimen fiscal que se les impuso, como a Pemex; sea reduciendo su campo de acción, como a la banca de desarrollo, o sometiéndolas a descapitalización, como a Luz y Fuerza del Centro.
No se trató de “errores” en la implementación, sino de un concepción política al servicio de una idea fundamentalista. La supremacía de los mercados en sus versiones más delirantes postuló además dos consecuencias políticas.
Una, para operar esas reformas se necesitaban hacerlo en frío, es decir, a través de mecanismos autoritarios. La segunda derivación consistió en sospechar primero y luego confrontar decididamente cualquer intento de organización de la sociedad, con el argumento de que que sindicatos y asociaciones distorsionaba también los mercados.
En este punto conviene echar una mirada más atrás del periodo neoliberal y revisar cómo se comportaba el régimen priísta, en su momento de mayor hegemonía, en relación con estos temas. Cierto que las empresas públicas y la banca de desarrollo eran elementos cruciales en la estrategia de desarrollo anterior, porque servían a los intereses de un poderoso sector de la clase dominante –lo que algunos denominaron la burguesía de Estado– que basaba su enriquecimiento y acumulación de capital a partir del sector estatal de la economía.
También es cierto que las asociaciones y los sindicatos jugaron un rol importante en la legitimación del régimen. Pero el corporativismo estatal partía de una simple máxima: cooptaba e incorporaba a los disidentes, o los destruía. Ahí sí, cooperabas o cuello.
Las reflexiones anteriores tienen relevancia en el momento actual. Lo que percibimos en la política contra el SME y la empresa pública, o en la terrible tragicomedia que escenifican en estos días los legisladores respecto de la Ley de Ingresos –todavía falta la “discusión” sobre el gasto público–, son tres rasgos inquietantes.
Primero, la contrahechura del Estado mexicano que emerge del largo periodo de patrimonialismo ha sido estatista o neoliberal. Segundo, la creciente fragmentación social resulta tanto del corporativismo priísta como de la “ciudadanización” neoliberal. Tercero, una cultura fuertemente enraizada en la sociedad, pero particularmente entre las clases medias, del sospechosismo a todo aquello que huela a política o participación.
Los tres ingredientes convergen en lo que parece ser el signo central de nuestro tiempo: la incapacidad de las fuerzas políticas y sociales para construir acuerdos de largo plazo. No está de más señalar que la gravísima crisis que atraviesa el país en sus dimensiones económicas, de seguridad pública y de representación política exige más que nunca la construcción de acuerdos. En vez de ello lo que presenciamos son cálculos políticos cortoplacistas, ausencia de mínimos de solidaridad y deslealtad contumaz a principios, personas e instituciones. Y desfogues pasionales, como la confrontación empresarial con el presidente Felipe Calderón, que recuerda más bien el periodo de Luis Echeverría por paradójico que parezca.
De ahí que la pregunta central que definirá el futuro de todas las fuerzas políticas, pero particularmente de las izquierdas, es cómo avanzar en estas circunstancias en la construcción de acuerdos con aliados, amigos y contrincantes. Sin éstos el país seguirá deslizándose por la pendiente de la decadencia administrada.
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