El nuevo decálogo calderoniano, desgranado de uno de los mandamientos del de septiembre, está en lo esencial dirigido a hacer más gobernable el presidencialismo”, como lo propusiera por adelantado José Córdoba Montoya (Nexos, 12/12/09). Con sus propuestas, el Presidente buscaría volver funcional un sistema cuyo pluralismo ha resultado hostil a la modernización de México y propiciado un alejamiento progresivo entre la ciudadanía, la política y los políticos. Habría llegado la hora, así, de revisar las instituciones creadas durante el cambio político de las últimas décadas pero para fortalecerlas, sin incurrir en ¡“experimentos inciertos”!
Por su parte, María Amparo Casar (Ibíd.) advierte que las “reformas en el aire”, algunas de las cuales hizo suyas Calderón en su nueva tabla, “guardan poca o ninguna relación con el propósito fundamental de hacer más eficiente al sistema”. En su “última llamada”, argumenta: “Hoy se dice que el sistema está agotado porque no permite que se genere una mayoría para el partido del presidente, pero ayer se luchaba por acabar con ella. Se sostiene, por ejemplo, que es la combinación entre un sistema electoral mixto, un generoso financiamiento público y la no relección lo que ha imposibilitado sacar adelante las reformas estructurales o que las decisiones que llevarían a México por la senda del crecimiento no pueden tomarse por culpa del sistema. De ser este el caso, tendríamos que preguntarnos por qué el PRI no las sacó adelante con las cómodas mayorías que tuvo hasta 1997. Las instituciones importan y mucho. Pero no todo depende de ellas”.
La valentía y visión que se atribuye a Calderón por sus iniciativas tienen que inscribirse en un cuadro problemático como el planteado arriba, y responder a una pregunta no abordada apropiadamente en el texto presidencial: a la luz de las mil y una fallas y dificultades reseñadas, y de frente a un escenario económico y social tan grave como el actual, ¿por qué no experimentar, sabiendo que no hay experimentos ciertos, pero que sin hacerlo lo único cierto puede ser otra ronda paralizante y una erosión mayor de una cooperación económica y social huérfana de liderazgo una vez ido el presidencialismo autoritario?
¿Por qué no plantearse con claridad y, aquí sí, valor, la conveniencia actual e histórica de un cambio de régimen político, con una auténtica ley de partidos, un camino y un diseño hacia el parlamentarismo y un fortalecimiento de la representación proporcional, ésta sí una institución central para la evolución y el equilibrio, precario pero equilibrio al fin, logrados en décadas de reforma política desde arriba y, al final, desde el concierto de elites forjado al calor de la emergencia de plomo de 1994?
Dejemos a un lado el tema sobrevisitado de la relección de alcaldes, no exento de riesgos e incertidumbres como lo hemos experimentado ya en este despertar salvaje del federalismo. Dejemos a un lado también la fragilidad del argumento releccionista basado en la “profesionalización” del legislador favorecido, cuando lo que urge es profesionalizar al Congreso mediante cuerpos técnicos de evaluación y formulación de proyectos, bien seleccionados e inscritos en alguna forma racional de servicio civil. Asumamos como bueno el derecho de preferencia acotado, o la capacidad presidencial de comentario o reconducción en materia fiscal, sin olvidar los despropósitos en que incurrió Fox en la materia. Lo que queda es poco, pero cargado de potencialidades disruptivas, sin que nos acerque a un sistema político capaz de gestar un régimen democrático distinto al actual por productivo e incluyente.
En particular, la forma “astuta” como se propone la segunda vuelta presidencial merecería una reflexión más cuidadosa, porque nos refiere a los criterios maestros del Presidente y sus entusiastas exegetas sobre la cultura política del mexicano actual.
Proponer como concurrentes una hipotética segunda vuelta con la elección del Congreso, es una forma poco sutil de poner coto a lo que hasta hace muy poco era motivo de intriga o elogio, pero no de rezongo: la libertad irrestricta del elector para con su voto y a través del velo de la incertidumbre, configurar una relación de fuerzas políticas contraria al presidencialismo y exigente de nuevas formas de negociación y relación entre los partidos, los grupos de interés de la sociedad civil y la ciudadanía en general.
Ahora, de ser aprobada la propuesta presidencial, al electorado se le sometería a una pedagogía parvularia, de opciones disminuidas: con un triunfo mayoritario previo, sumarse a la cargada y darle mayoría al presidente electo; con segunda vuelta, dejar en la cuneta al perdedor neto, el tercero en discordia, reditar el voto útil, y abrir paso franco al bipartidismo. Nada de esto encontraría en la iniciativa ciudadana o las candidaturas independientes un correctivo eficaz. Pero sobre esto último hay que aceptar que, como dice la propaganda, si México es territorio Telcel, las candidaturas independientes lo son de Jorge Castañeda… o lo eran, porque la “vuelta” de Calderón a la sociedad civil podría portar más de una sorpresa: ya sobran tiradores y aspirantes a darle la vuelta al país en algo más que el güero-móvil.
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