martes, 1 de marzo de 2011

Serpientes y Escaleras | Salvador García Soto Juárez o el México que se nos fue


“Nos vamos de Juárez, aquí no hay ley”. La frase la pudo haber dicho cualquiera de los cientos, miles de juarenses que han emigrado de la otrora próspera frontera; unos huyen golpeados por la violencia, otros asediados por ella. Empresarios, profesionistas, amas de casa, obreros, Ciudad Juárez los expulsa a todos. El efecto de imán que alguna vez tuvo esta ciudad fronteriza, con sus plantas maquiladoras y su prosperidad boyante, hoy son todo lo contrario: los que pueden huyen de aquí, se van, no quieren saber nada de esta tierra sin ley.
Juárez es la prueba fehaciente del fracaso de una guerra que aquí comenzó mucho antes: cuando empezaron a caer mujeres, jovencitas secuestradas y masacradas que con sus cuerpos vejados poblaban los agrestes desiertos de las afueras. Una, 10, 200, la cifra de mujeres asesinadas aumentaba y no había autoridad, ni los ineptos gobernadores de todos los signos políticos, desde Francisco Barrio hasta Patricio Reyes, pasando por Reyes Baeza y el actual César Duarte, nadie pudo ni quiso parar esa violencia criminal, que con su impunidad abrió la puerta al infierno que ahora viven.
Luego vino el gobierno federal; lejos de frenar la violencia y acabar con la impunidad, las autoridades centrales convirtieron a Juárez en territorio en disputa: ya no uno sino dos y hasta tres cárteles de la droga comenzaron a disputarse la estratégica frontera juarense por donde ingresa buena parte de la droga a los Estados Unidos. Comenzó así el caos: a la descomposición social que ya venía padeciendo esta ciudad, producto del abandono de décadas en las políticas sociales, se sumó ahora la violencia de las balas; a la degradación social se agregó el miedo.
Hoy Juárez es, en muchos sentidos, una ciudad fantasma. Calles solas, comercios cerrados, casas y propiedades en renta, negocios abandonados. Aquí no hay autoridad que proteja a nadie y el poder lo ejercen quienes tienen el poder de ejercer la violencia. Sólo hay que asomarse a los titulares de cualquier día en los diarios locales: “Matan a niñas que jugaban en el patio de su casa”, “Disparan contra un familia, matan a niño que casi es degollado”, “Adolescentes que jugaban futbol fueron baleados por sujetos desconocidos”.
Porque en Ciudad Juárez la muerte ya no respeta a nadie: primero fueron las mujeres, hoy puede ser cualquiera, hombres, niños, ancianos.
Por eso los que pueden se van. Los más acaudalados se han ido con todo y familias, se han cruzado hacia El Paso. Los jodidos se quedan y algunos intentan alzar la voz, pedir justicia. Pero entonces vienen los criminales y los matan; y si a alguno de sus familiares se le ocurre volver a denunciar, vendrán también a matarlos a ellos y surgirán historias de familias enteras arrasadas por la violencia de los criminales y abandonadas de las autoridades todas.
Hace un año, cuando la tragedia de Villas de Salvárcar nos enseñaba el inicio de esta violencia descarnada, el gobierno federal respondió con una estrategia que, se dijo, sería piloto para reconstruir la ciudad y su tejido social dañado por años de abandono. Se habló de cifras y de inversiones federales, se iniciaron hospitales y se hicieron más de 100 compromisos. ¿Detuvo eso la violencia y evitó más muertes de juarenses? No. Tal vez a mediano o largo plazos esa estrategia funcione, pero en el aquí y ahora, en Juárez han fracasado lo mismo los operativos militares contra los narcos que los planes de rescate social.
“Nos vamos de Juárez, aquí no hay ley”, dijo Sara Reyes, la madre de seis hijos asesinados, que busca asilo en otro país donde pueda parar la masacre contra su familia. Pero esa misma frase la pudieron decir muchos otros juarenses, que igual que otros mexicanos han preferido huir de sus ciudades, en un éxodo callado y doloroso que es prueba fehaciente del fracaso de una guerra que no acaba ni acabará con las drogas ni con los narcos, pero sí con la tranquilidad y la vida de muchos mexicanos.

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