Como si fuera la panacea y su puesta en marcha la solución a los grandes males nacionales, no es frecuente que desde la academia se analice públicamente el efecto negativo que para México ha tenido el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que entró en vigor el primer día de 1994. Si se atienen al discurso oficial, los mexicanos deberían sentirse en la gloria primermundista como efecto directo del TLCAN, pero si se remiten a la realidad, que la padecen cotidianamente, el paraíso prometido brilla por su ausencia.
En este contexto, en la conferencia Integración Económica, del ciclo organizado por el Seminario de Estudios Jurídicos-Económicos de la Facultad de Derecho de la UNAM, quedó claro el efecto negativo para el grueso de la población, toda vez que en el mejor de los casos los beneficios prometidos por el TLCAN alcanzan sólo a 20 millones de mexicanos; el resto está marginado y sin perspectivas, de tal suerte que el modelo de comercio norte-sur es un ejemplo que no deben seguir otras naciones. México fue el país que experimentó más efectos negativos por la crisis financiera global registrada entre 2008 y 2009, por tener un tratado de libre comercio asimétrico, sin considerar el mercado interno. Se cometió el error histórico de privilegiar la geografía y negar la historia. Los únicos tratados regionales que han funcionado son los establecidos a partir del esquema de comercio sur-sur, como el Mercado Común del Sur (Mercosur), la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) y la Comunidad del Caribe (Caricom) (Jorge Witker Velásquez, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la máxima casa de estudios).
Como se ha comentado en este espacio, muchos son los agujeros negros en la historia del TLCAN en sus 17 años de existencia, y más allá del discurso oficial no son muchas las voces que se animan a predicar sus hipotéticos beneficios económicos y sociales para la mayoría de los mexicanos (especialmente en generación de empleo, distribución del ingreso y bienestar social). Lo que sí destaca es su aportación para concentrar aún más la de por sí concentrada actividad económica y sus regalías.
Por ejemplo, cifras de la Secretaría de Economía (2005) revelan la participación de 37 mil 344 empresas mexicanas (con base en México, que es distinto) en el mercado exportador asociado al TLCAN. Al mismo tiempo, el Inegi documentó que ese mismo año más de 3 millones de unidades económicas registradas oficialmente participaban en todos los sectores productivos del país, pero de este universo sólo 1.24 por ciento, aproximadamente, sacaba provecho a la lucrativa actividad exportadora no petrolera. Ello demuestra lo concentrado que está el comercio exterior asociado al referido tratado. Sin embargo, la situación resultó peor a la hora de desmenuzar el tema.
El detalle permite dejar en claro que, como en tantos otros sectores de la actividad económica en México, la concentración de la actividad exportadora no petrolera es brutal, porque de esas 37 mil 344 empresas, sólo 601 se quedan con 76.3 por ciento del pastel, porcentaje que en 2005 se tradujo en casi 142 mil millones de dólares. Esas 601 empresas (no necesariamente mexicanas y con ventas de 50 millones de dólares anuales en adelante) representaron sólo el 1.6 por ciento del por sí angosto mundillo exportador que oficialmente opera en el país, y apenas 0.02 por ciento de las unidades económicas registradas y reconocidas oficialmente.
Los beneficios del TLCAN, pregonados desde el micrófono oficial, no se registran en empleo, en aportaciones fiscales, en crecimiento económico, en distribución del ingreso, en desarrollo, aunque sí, y de manera ostentosa, en utilidades para el grupúsculo de empresas participantes, es decir, ese 0.02 por ciento que concentra más de 76 por ciento del pastel exportador dentro del tratado de referencia. Ahora, no pocas de esas 601 empresas forman parte de grandes consorcios (nacionales y extranjeros), lo que limita aún más el número de participantes reales asociados al TLCAN que llevaría a los mexicanos, veloz y directamente, al paraíso primermundista.
De acuerdo con lo prometido, entre los primeros efectos positivos del TLCAN estaría una mayor participación de las empresas mexicanas, mayor competencia y, desde luego, mayores beneficios sociales. En los hechos, el tratado concentró lo que de por sí estaba ya peligrosamente concentrado, fumigó a muchos productores nacionales (los reconvirtió en importadores de productos y servicios estadunidenses, como gustan decir los promotores de este artefacto) y abarató, mucho más la mano de obra.
Con el tratado, en 2005 fueron 601 las empresas concentradoras (integrantes de una centena, cuando mucho, de consorcios) que se quedaron con poco más de 76 centavos de cada dólar exportado. Ese mismo año, pero en sentido contrario, alrededor de 32 mil empresas dedicadas a esos menesteres (1.1 por ciento de las unidades económicas registradas) conservaron el 1.7 por ciento del total exportado. En 1993, previo a la entrada en vigor del TLCAN, su rebanada fue de 4.5 por ciento.
Con la indiscriminada apertura comercial y la firma del TLCAN miles de empresas mexicanas reventaron, para reconvertirse de productores activos y generadores de empleo a importadores, en simples intermediarios, en agentes de ventas de productos estadunidenses. Estos reconvertidos pasaron de 62 mil empresas importadoras en 1993 a más de 423 mil en 2005, un incremento cercano a 600 por ciento en el periodo. En este último año 14 de cada cien unidades económicas registradas (aparte la informalidad) se dedicaban a importar lo que algún día produjeron.
Las rebanadas del pastel
En su ánimo de esconder el gravísimo problema, el de los ninis, la clase política se comporta como pato salvaje (cada paso que da es una deposición): Felipe Calderón los acusó de herejes (no creen en Dios, les dijo el 26 de junio de 2009); las secretarías de Gobernación y de Educación Pública (con Fernando Gómez Mont y Alonso Lujambio a la cabeza) negaron rotundamente la existencia de 7 millones de ellos (no exageren: sólo son 285 mil, según versión pública de agosto de 2010); Heriberto Félix Guerra, titular de la Sedesol, los consideró “esquezofrénicos” por echarle la culpa a los demás (en el mismo mes y año), y entre los más recientes, César Duarte, gobernador de Chihuahua y ex presidente de la Cámara de Diputados, asegura que la militarización por tres años es el camino, la neta del planeta, para todos aquellos jóvenes que ni estudian ni trabajan, y no precisamente por fodongos. Y mientras inventan otro calificativo, el número de ninis aumenta a paso veloz. Primitivos, de plano no dan una.
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