Detrás del continuo forcejeo de los magnates de la radio y la televisión contra el IFE se vislumbra un planteamiento que, en sus líneas generales, es mucho más que la reacción puntual ante medidas que ellos estiman desapegadas a la ley o violatorias de sus intereses corporativos. En realidad, la ofensiva lanzada contra el órgano electoral a raíz de la aprobación de la reforma de 2007 ha servido para delinear los trazos de una visión de México y sus problemas que refleja el punto de vista de una parte de la elite dominante en torno al futuro del país.
Esa voz levanta al ciudadano frente al político, pero no a ese que nace a la vida pública en la defensa de los intereses comunes y, por lo mismo, a querer o no hace política y se organiza para ello en algo muy semejante a los partidos, sino aquel que se ha construido a golpes de ideología a través de los mass media como una opción pura, incontaminada en su inmediatez y carente de intereses propios que resulta funcional al proyecto de la oligarquía, justo la que se ha llevado la parte del león de la crisis mexicana, la que mejor se adaptó a las transformaciones del país no sólo para crecer y fortalecerse en su esfera de actividad, sino para aumentar su influencia en el Estado, a la manera de un protagonista con su propia agenda para la modernización del país.
Releo el discurso de Tristán Canales, actual presidente de la Cámara Nacional de la Radio y la Televisión, pronunciado en Puebla, y no deja de sorprenderme la facilidad con que un organismo de la iniciativa privada se atreve a descalificar a un órgano del Estado, al IFE en este caso, con las palabras más duras del repertorio, como si se tratara de la guerra final contra un enemigo despreciable. Se dirá que así es la democracia, que el ejercicio del sagrado derecho a la crítica es parte esencial de la libertad de expresión. De acuerdo. Lo malo es que la cámara que representa el señor Canales no se aplica la lección a sí misma, pues considera que el intento del IFE para reglamentar el derecho de réplica –establecido constitucionalmente– (así como otras medidas) no sólo invade terrenos del Poder Legislativo sino que atiende a una intención deliberada, que no es otra que la de prohibir a todo ciudadano mexicano manifestar públicamente sus aspiraciones políticas. En realidad, asegura, lo que busca el IFE es contar con nuevos mecanismos de censura a los medios de comunicación, además de los que lamentablemente le proporcionó la reforma electoral de 2007. Si tal cosa fuera cierta, la pregunta obligada sería cómo es posible que la sociedad tolere pasivamente a un órgano de Estado capaz de prohibir a todo ciudadano la libre expresión de sus aspiraciones políticas. ¿No es ese, justamente, uno de los rasgos que definen a las dictaduras?
El ataque contra el IFE viene a ser en el verbo enjundioso de Canales una suerte de Manifiesto contra el Estado inquisidor, donde la libertad del ciudadano se confunde, una vez más, con los intereses del sujeto económico. La conclusión lampedusiana encerrada en este desafío es que para que todo siga igual todo debe cambiar. Y esa es su apuesta para el 2012. Culmina así un prolongado desencuentro que tomando como excusa las miserias de la clase política reivindica el liberalismo a ultranza sin renunciar por ello a un gobierno fuerte, protector de sus privilegios. Es decir, a una democracia controlada por la alianza oligárquica tanto en la política como en la economía, compatible con la relección y eventualmente con las candidaturas ciudadanas como válvula de seguridad. En ese esquema, al parecer, los partidos actuales, pero también las instituciones como el IFE, han dejado de ser imprescindibles para la fraccion oligárquica que aspira a profundizar la reforma estructural sin obstáculos populistas derivados del pluralismo real. De otra manera, no se explica la virulencia para referirse a la institución que debe velar, justamente, por la transparencia y la equidad de los procesos electorales, pues aun si el IFE diera marcha atrás para satisfacer a la cámara, ¿cómo quedaría la credibilidad de la institución luego de la campaña mediática emprendida en su contra a unos meses de iniciarse la campaña presidencial?
El tono general de los alegatos de los dueños de los (grandes) radio-tv-difusores confirma la disposición a la ofensiva, acaso ilusionados por las encuestas que hoy favorecen a su candidato. Aunque no puede olvidar que alguna vez fueron soldados del presidente, el presidente de la CIRT se llena la boca al cobrar las inexistentes facturas del pasado: Los industriales de la radio y la televisión fuimos pioneros en la adopción de códigos de ética; fuimos también los primeros en darle espacio a la pluralidad; a la diversidad, a todas la voces; y hemos hecho de la defensa de la libertad de expresión una causa a favor de México. ¡Qué pronto se entierran las historias de intolerancia y cerrazón que los medios escribieron –y escriben todavía hoy– al rechazar las informaciones provenientes de ciertas oposiciones peligrosas! Es verdad que ciertos medios, algunas emisoras de radio y unos heroicos comunicadores, abrieron en su tiempo las compuertas a las voces ciudadanas, pero la mayoría de los que hoy se ufanan de servir a la democracia sólo lo hicieron cuando la pluralidad ya era un negocio y el avance democrático una conquista real de las movilizaciones populares, normalmente minimizadas, excluidas, invisibles en la pantalla chica. Que las grandes televisoras se arroguen la autoridad moral para hablar de libertad de expresión, cuando jamás arriesgaron un pelo en defensa de ninguna de las que Monsiváis llamaba con ironía las causas perdidas, es sencillamente una desvergüenza. La necesidad que la democracia tiene de medios abiertos, críticos y tolerantes es, sigue siendo, una de esas causas, a pesar de los autoelogios o las amenazas vertidas por los dueños del negocio y de su cerrada oposición a procesar la verdadera reforma que sigue durmiendo el sueño de los justos.
En fin, si ellos, los dueños, persisten en restaurar la situación de privilegio que les permitió convertirse en el primer beneficiario económico de los grandes recursos públicos puestos a disposición, como prerrogativas, de los partidos políticos, tienen a su alcance los recursos que la ley provee. Pero es importante que la degollina anunciada contra el IFE sea justipreciada por todos los que creen que basta con declararse antipolítico o prociudadano para hacer avanzar la democracia. La derecha se reagrupa pues más allá de las filiaciones partidistas comparte el mismo programa. ¿Y la izquierda?
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