Nada mal camina el negocio, sobre todo cuando se recuerda que se trata de bienes bajo el dominio directo de la nación, como lo establece la Constitución de la República: de cada dólar de producción minera en México, 40 centavos terminan en las alforjas de empresas trasnacionales concesionadas por el gobierno federal, especialmente canadienses. Así de sencillo: de los cerca de 10 mil millones de dólares en ventas (dato de 2009, año de la crisis) que oficialmente generó la minería en el país, alrededor de 4 mil millones de billetes verdes fueron a parar a los balances financieros de dichos consorcios foráneos, es decir, la misma cantidad que invirtieron ese año, pero para hacer negocio durante cuando menos dos décadas.
Se trata del boyante negocio de la minería en México (con ingresos majestuosos para los empresarios concesionados, salarios de hambre para los trabajadores y aire para las arcas públicas), que desde hace 20 años pasó del Estado a manos privadas, vía generosas concesiones (paraíso fiscal incluido), por decisión de los gobiernos neoliberales que sin rubor alguno se han pasado la Constitución por el arco del triunfo. A cambio, por cada una de las más de 25 millones de hectáreas concesionadas en dicho periodo para tal fin, semestralmente el erario recibe entre 5.08 y 111 pesos (tarifas 2011), cuando pagan.
En la entrega de ayer se documentó el espeluznante caso de la mina El Boleo, en Santa Rosalía, Baja California Sur. Alguien podría suponer que esa es la excepción, pero no: es la regla, por mucho que el secretario de Economía, Bruno Ferrari (titular de la dependencia que expide las concesiones respectivas) asegure que en México “la minería ha sido sinónimo de crecimiento, dinamismo y transformación para el país… debemos continuar haciendo de este sector un pilar de la economía y una punta de lanza de nuestra productividad”.
De acuerdo con información de la Cámara Minera de México, la inversión extranjera directa en este sector durante el sexenio calderonista (2007-2012) ascendería a 22 mil millones de dólares, de los que 13 mil millones se invertirían entre 2010 y 2012. El 75 por ciento de ese capital corresponde a consorcios canadienses (que se quedan con la gran tajada), y 15 por ciento a estadunidenses. Lo mejor del caso es que se trata de bienes bajo el dominio directo de la nación.
El citado Bruno Ferrari también asegura que los mineros mexicanos tienen un salario que es mayor en una tercera parte al resto del promedio nacional. Si fue chiste, resulta bastante malo, pero peor aún es el panorama salarial para los trabajadores: de acuerdo con la estadística del Inegi, en 1998 la remuneración nominal promedio (salarios y sueldos, siendo éstos mucho mayores que los primeros) en el sector fue de 148.6 pesos; en 2008 ascendió a 231.17 pesos, un incremento de 55.56 por ciento en el periodo, es decir, la mitad del crecimiento inflacionario en igual lapso (108.22 por ciento, con información del Banco de México). De cualquier suerte, con 231.17 pesos a nadie le alcanza para vivir, salvo a Ernesto Cordero.
Lo anterior se compara con los felices resultados para las empresas mineras (nacionales y foráneas) concesionadas por el gobierno federal: entre 1998 y 2008 el número de unidades económicas censadas apenas creció 1.45 por ciento, pero su producción bruta total se incrementó 175 por ciento, sus activos fijos netos 385 por ciento y sus ingresos 165 por ciento. Pero más allá de las tarifas de mentiritas que dice el gobierno que les cobra, su ganancia también se ha fortalecido por otra parte: en igual lapso, el número de trabajadores a su servicio sólo avanzó 11.6 por ciento, de tal suerte que con un salario real cada día menor, las cargas de trabajo se han incrementado brutalmente.
Ese es el resultado concreto de la gerencia instalada en Los Pinos, o si se prefiere el sinónimo de crecimiento, dinamismo y transformación para el país (Ferrari dixit), aunque justo es mencionar que en todo esto el Poder Legislativo no está libre de responsabilidad. No sólo aprobó las modificaciones (un giro de 180 grados) a leyes secundarias para que el dominio directo de la nación en materia minera simplemente quedara en el papel, sino que el tema es de su interés (por llamarle de alguna forma) sólo cuando le es políticamente útil. Para lo demás, el business es el business.
Justo en 2009, cuando las empresas mineras que operan en México obtuvieron los citados 10 mil millones de dólares, en el Senado de la República se presentó una iniciativa de ley, que en su parte medular proponía el cobro de un derecho por el 4 por ciento sobre el valor de los bienes sujetos a extracción, cuantificado en el lugar donde se dan estas actividades, independientemente del domicilio fiscal de las empresas o particulares, titulares de la concesión o asignación minera correspondiente. Lo anterior, en el entendido de que los consorcios nacionales y foráneos nada pagan por la enorme riqueza puesta a su disposición por los generosos gobiernos neoliberales.
Uno de los elementos que sustentó tal iniciativa resulta tan simple como aberrante: por obra y gracia del gobierno federal, no sin la santa mano del Legislativo, los beneficiarios de concesiones y asignaciones mineras en México deben pagar semestralmente, por cada hectárea o fracción concesionada o asignada, el derecho sobre minería de acuerdo con una tarifa de cuotas, las cuales son verdaderamente ridículas, pues en 2009 se fijaron entre 5 (la mínima) y 101 pesos (la máxima) por hectárea, de acuerdo con los años de vigencia de la concesión, independientemente del valor y el volumen del mineral obtenido.
Ante tal propuesta, rápidamente la oligarquía minera soltó a sus cabilderos –la propia Secretaría de Economía, entre ellos– para que tal iniciativa no pasara de ser leída ante el pleno. Directamente se envió al bote de la basura, y a cambio en la Ley de Ingresos de la Federación para el ejercicio fiscal 2010 quedó claro que por concepto de regalías provenientes de fondos y explotaciones mineras, el erario recibiría cero peso, cero centavos, y que las tarifas por hectárea serían de 5.08 pesos (la mínima) y 111.27 pesos (la máxima). Para 2011, la misma ley, aprobada por el Legislativo, ratificó la decisión. El saqueo, pues, institucionalizado.
Las rebanadas del pastel
Otra vez el río de mierda cubre a Nezahualcóyotl y Ecatepec, luego de los desbordamientos del Bordo de Xochiaca y el Dren General del Valle de México. Con el agua hasta el cuello, los habitantes de dichos asentamientos deben recordar el otro río de mierda, disfrazado de discurso y lleno de promesas, que también todos los años dejan correr los políticos: nunca más otra inundación.
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