Desigualdad y paliativos
Luis Linares Zapata
E
l oficialismo priísta y sus patrocinadores de fuera y locales creen haber barnizado el piso actual y paliar así las próximas reformas que llaman estructurales. Varios son los escenarios previos que han ejecutado. Todos ellos embadurnados con alardes difusivos que no descuidan pieza alguna del montaje. El último, quizá el de mayor envergadura desde el punto de vista gubernamental, ha sido el anuncio de la cruzada contra el hambre: hambre cero, a semejanza del célebre y eficaz programa brasileño. Aseguran que con él y por él los perjuicios que se vienen infligiendo al bienestar del pueblo serán menores o, al menos, impedirán su agudización. La modernidad, como objetivo generalizador de sus políticas y acciones de gobierno, quedará, desde esta perspectiva, entronizada.
Poco han importado, hasta ahora, las claras señales de que los límites al daño infligido al cuerpo de la nación han sido rebasados. Se bordea, de seguir ignorando las advertencias de peligros desestabilizadores ya presentes, el franco cinismo, verdadera coraza de la impunidad. El mismo recordatorio, por parte del oficiante mayor de la escena pública –el señor Peña Nieto– desde Las Margaritas, Chiapas, es un llamado más que recuerda la hondura, y la dolorosa seriedad, del hambre, la pobreza y la marginación que afecta a amplias, amplísimas capas poblacionales. Pero no se pueden hacer recordatorios, llamar la atención y ofrecer un prontuario de acciones para combatir la miseria, cuando al mismo tiempo se prepara una reforma fiscal con base en un gravamen tan regresivo como el IVA. Menos aún si se tratará de extenderla hacia alimentos y medicinas. Dejar intocado el injusto sistema actual sin llamar a cuentas a los que más reciben, parece la ruta decidida a seguir. Los cambios al impuesto sobre la renta para hacerlo efectivo y proporcionalmente creciente, los gravámenes al patrimonio, la abolición de la elusión mediante la nefasta consolidación fiscal, el gravar operaciones en bolsa, el cobro efectivo de los créditos fiscales y otras medidas necesarias, no se tienen siquiera contempladas por el poder. Sacan de inmediato el espantajo: huirían los capitales, como en Francia, sin mencionar el 75 por ciento de impuestos que les sorrajó Hollande.
El conjunto de medidas para erradicar el hambre en México, por más fondeadas que se quieran, por más completas y bien intencionadas en su operación no serán, siquiera, un paliativo al daño, ya en curso, que otras políticas públicas, rituales consagrados para litigar favores indebidos y atajos patrimonialistas, ocasionan a la justicia distributiva. El despojo, organizado desde el poder y para el enriquecimiento de unos cuantos, sigue un curso, invariable, acelerado y feroz, contra los de abajo. Tal parece que se quiere imponer como destino manifiesto. No se ha ofrecido combinar, tal cruzada contra el hambre, con la urgente revisión y cambios de otros programas a la luz de variadas experiencias: latinoamericanas y europeas. Tal como hizo Lula en Brasil.
Rutas de proletarización, tan dañinas como la que traerá la nueva legislación laboral; o el saqueo inmisericorde que padece el sistema pensionario son ejemplos señeros del modelo vigente. Son miles de millones de pesos anuales que se deducen, en forma despiadada, de las aportaciones de los trabajadores destinadas a fondear sus retiros. Las administradoras hacen un trabajo de zapa de magnitudes increíbles, son las verdaderas y únicas ganadoras del sistema establecido: 73 por ciento de los aportantes, los de más bajos ingresos, no tendrán posibilidad alguna de juntar recursos suficientes para pensionarse con decoro ni laborando 50 años consecutivos. Tendrán que asimilarse a lo que se llama pensión mínima garantizada (un salario mínimo). El mismo grupo de mayores ingresos tampoco lo hará como se anuncia o espera lograr. La llamada tasa de remplazo para los trabajadores de mayor ingreso podrá ser, según cálculos de Berenice Ramírez, de la UNAM, de entre 25 y 35 por ciento. Es decir, recibirán, al final de sus vidas productivas menos de un tercio de su último salario. Para aquellos que ganan entre cinco y diez salarios su tasa será de 35 por ciento. Pero tan gravosas consecuencias no las enfrentará el actual grupo en el poder. Faltan todavía unos 10 o 15 para que se empiecen a retirar algunos de los trabajadores ¿amparados? en las relucientes y modernas Afore.
La misma reforma educativa no contempla, en ninguno de sus enunciados actuales, adosarla al cauce de la justicia para atacar la desigualdad que tanto daño hace. El sistema alimentario, fundado en las importaciones como imponderable de la globalización y el eficientismo neoliberal, se asemeja a un muro infranqueable que doblega todo intento de conseguir al menos una cuota mínima de seguridad alimentaria fincada en la producción local. La pauperización que este entramado provoca entre los desamparados es acelerada, pues afecta empleos, ingresos y horizontes de los que debían ser productores de los alimentos nacionales. La reforma energética planeada lleva, también, atado el signo de la modernización: eufemismo que enmascara los propósitos privatizadores. En tal reforma prometen aumentar las inversiones, transparentar la operación, sanear las finanzas de la empresa (Pemex), lograr mayor eficiencia, abaratar los productos (gasolinas, gas y químicos), absorber tecnologías y un rosario de mayores beneficios. Una cantaleta que, como bien muestra Carlos Fernández Vega en su columna del lunes (México SA) es idéntica a la que han proclamado para la banca, la luz, las telecomunicaciones, los ferrocarriles, las pensiones y demás áreas privatizadas al vapor y que nunca se ha concretado en favor del pueblo. Al oír, de nueva cuenta, la palabra modernización, hay que sacar la pistola porque detrás de ella hay un atracador y, hasta eso, sin máscara alguna.
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