Porfirio Muñoz Ledo
26 de junio de 2009
Senadores de la agonizante Legislatura amenazan con legarnos iniciativas de enmienda a la reforma electoral. No sabemos si es una fe de erratas o si se decidieron a modificar las leyes correlacionadas a efecto de hacer efectiva la autoridad del poder público sobre los medios de comunicación.
Evitan un ejercicio de rendición de cuentas respecto del escandaloso fracaso de la Ley para la Reforma del Estado y su mecanismo (CENCA). No parecen dispuestos a un diagnóstico serio sobre el funcionamiento de las instituciones electorales y el lamentable estado que guarda nuestra democracia representativa.
Esas cuestiones fueron abordadas en la presentación del libro coordinado por John Ackerman: Nuevos escenarios del derecho electoral. Quedaron manifiestas malformaciones genéticas y adquiridas del sistema: sobre todo, la imposibilidad de que florezcan organismos y conductas democráticas en un entorno autoritario.
Recordé que las negociaciones de 1989, 1993, 1994, 1996 y 2007 abandonaron la reforma política y se contrajeron a la electoral. Se fijaron y modificaron las reglas para el reparto del poder pero no su ejercicio ni su relación con la sociedad. La selva política terminó así devorando nuestras precarias edificaciones.
Esos esfuerzos estuvieron encerrados en una caja de cristal: invisible pero invencible. De un lado, la resistencia del bloque dominante para democratizar el Estado o enfrentar a los poderes fácticos. Del otro, el hambre de los aparatos partidarios que veían la caída del régimen como una piñata, sobre cuyos frutos habrían de arrojarse.
Sobresalieron en el debate la contrarreforma emprendida por los medios electrónicos, burlando de facto las disposiciones que los restringen y la corrupción de los órganos electorales: en particular el TEPJF, antes Trife. El primero se debe a la ausencia de una autoridad constitucional sobre la radio y la tv; el segundo, a un deficiente diseño que ha propiciado el secuestro del órgano por los intereses que debería regular.
El tribunal es hoy una caricatura orozquiana de la justicia. A él debemos en última instancia la ilegitimidad del Ejecutivo federal. Tras el adefesio de 2006, en vez de proceder a revisar sus atribuciones, jurisprudencia y composición, para garantizar certeza, independencia e imparcialidad, se entronizó la impunidad y se le convirtió en una fábrica de espurios.
Heredero del contencioso electoral instaurado en 1986, el órgano ganó más tarde autonomía y después fue adscrito al Poder Judicial. Sirvió para eludir las disposiciones de tratados y convenciones que otorgan a los derechos políticos la jerarquía de derechos humanos. Es un contraceptivo jurídico que amortigua el recurso constitucional y cancela la vía del amparo.
Su modo de designación propicia coaliciones de intereses partidarios y facciosos que luego lo utilizan para dirimir contiendas internas o torcer resultado de elecciones. La “validez abstracta” decretada para imponer a un presidente del PRD y el vuelco arbitrario en la candidatura a la delegación de Iztapalapa son casos límite que anuncian monstruosidades por venir.
Este último es una antología de desacatos: desde la “atracción” del asunto, el sigilo de los procedimientos, la reconstrucción de los cómputos y la violación de la definitividad, al resolver cuando ya estaban impresas las boletas. Operación cínica e intención inocultable: confundir al electorado y desestabilizar a la izquierda.
Fue cierta la profecía de que los órganos autónomos terminarían ocupados por el poder y el jurisdiccional transmutado en Prife. Procedería su desaparición, para compactar en una sola institución la organización y calificación de elecciones. El recurso último sería ante la Corte.
Nuevos remiendos carecen de sentido. Es preciso rediseñar el conjunto e insertarlo en una auténtica reforma del Estado. Tarea de un constituyente, no de los beneficiarios del entuerto.
Ex embajador de México ante la Unión Europea
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