La modernidad burguesa, desde el siglo XVII, comenzó a construir la democracia representativa que llega a tener plena hegemonía institucional en el presente. Su fosilización y corrupción siempre despertó el escepticismo anarquista antirrepresentativo, porque alejaba al elegido de la comunidad política de la base, pretendiendo como postulado la realización empírica de la democracia directa. Por su parte el Estado liberal impuso como única opción la democracia representativa, que negaba y temía la democracia directa, que se dieron en la Comuna de París en el 1870 o en los soviet de la Revolución de Octubre. Nació así la falsa antinomia: representación o” participación.
Sin embargo, el proceso actual iniciado en el siglo XXI, y que se visualizará con los siglos como una revolución más profunda aún que la de la modernidad, completará la dimensión representativa con una democracia participativa fiscalizadora que se articulará novedosamente, sin eliminarlas, a las estructuras de la mera representación. No será ya representación “o” participación, sino representación “y” participación.
Es entonces tiempo de creación de nuevas instituciones participativas. La participación tiene dos caras: el ejercicio del poder directo en la base y la función fiscalizadora de las estructuras de la representación.
El momento que funda la autoridad del ejercicio participativo es la realización de la democracia directa o de la organización institucional de la comunidad en la base, del barrio o aldea, debajo de los municipios, delegaciones o condados. Es el componente intentado por el anarquista, pero visualizado por ello como opuesto a la representación
La segunda cara de la participación es la fiscalización de la representación. Son ejemplo de este segundo aspecto (el fiscalizador) las auditorías o las evaluaciones de parte de un poder ciudadano (nuevo y cuarto poder formulado por la Constitución venezolana actual) de los otros tres poderes tradicionales (el Legislativo, el Judicial y el Ejecutivo). Otros ejemplos de instituciones participativas que transforma el ejercicio de la representación son la revocación de todo mandato, el plebiscito o la presentación de proyectos de leyes con las firmas de un porcentaje del padrón de simples ciudadanos, etc.
Es decir, la representación, por medio de partidos políticos, es el ejercicio delegado del poder. La participación es, por una parte, cumplimiento efectivo por democracia directa de una acto de la comunidad sin partidos en el quinto nivel institucional político (si estos son: 1. Internacional, 2. Estado particular, 3. Estado provincial, 4. Municipio, 5. Comunidad en la base, en el barrio, en la aldea, etc.); y, por otra parte, efectúa una verificación del ejercicio representativo como obediencia al mandato de la comunidad (del pueblo).
La representación, por su parte, da legalidad jurídica a la participación al institucionalizarla. La participación es el ejercicio de un derecho propio de la comunidad, y cuando cumple la función fiscalizadora corrige e impide el fetichismo de la representación, gracias a la evaluación eficaz y permanente, aún coactiva, incluyendo la fiscalización del ejercicio del Poder Judicial (por ejemplo, en Noruega un ciudadano es elegido por la comunidad para vigilar a todo juez, teniendo autoridad de fiscalización de todos los actos de dicho miembro del Poder Judicial).
El error reductivo de la filosofía moderna, desde Hobbes o Locke, y de la tradición liberal, consistió en afirmar que en el momento de la elección del representante la comunidad política había perdido (o permanecía en estado potencial no activo, es decir pasivo) el ejercicio del poder político, por el acto mismo de la delegación o transferencia del poder. Ese poder podía volver a ejercerlo en nombre propio sólo en la futura elección, y que por la selección de los nuevos candidatos juzgaba (o fiscalizaba) el ejercicio de los representantes (y en su conjunto al partido político) que habían concluido sus funciones. Se le atribuía así una mínima participación a la comunidad política. El anarquismo fue siempre sensible a este “juego” antidemocrático de la representación fetichizada. Se trataría de dar un gigantesco paso adelante. Sería necesario articular la necesaria representación con la perpetua participación actual y fiscalizadora.
¿En qué consiste la fiscalización democrático-participativa? En evaluar la calidad del ejercicio de la representación, incluyendo aún, como hemos indicado, el modo de impartir la justicia por parte del Poder Judicial. Es verificación del cumplimiento recto, justo del ejercicio delegado de actos representativos (en su aspecto material, formal o procedimental; es decir, del contenido de las acciones, de las instituciones; de su legitimidad y la honestidad; de su eficacia). De no cumplir con lo acordado, por olvido del carácter obediencial del mandato**, hasta se puede recurrir al voto popular revocatorio de cualquier nivel de la representación: esto indica ya la presencia perpetua de una participación en acto, activa.
La potestad participativa no sólo fiscaliza, sino que, en el quinto nivel del ejercicio delegado del poder como Potentia, la comunidad en la base “se pone” (en un acto autorreferente) como decisiva y ejecutiva en los quehaceres cotidianos de ella misma (cuestiones de drenaje, agua, comunicaciones, seguridad, educación de la juventud, etc.), contando con recursos asignados. Todo esto garantizado constitucionalmente (como pretendía estipularlo el artículo 184 de la fracasada enmienda de la Constitución venezolana en 2008). Aquí la autoridad puede ser rotativa, sin partidos políticos, extremadamente compartida, cercana a la utopía anarquista de la asamblea permanente (pero institucionalizada e inevitablemente debiendo elegir a los miembros del poder ciudadano, en el segundo, tercer y cuarto nivel político-institucional, fundamento de su legitimidad). La participación, aunque parezca una contradicción, no podrá evadir tener una cierta representación en los niveles que se alejan del ejercicio directo de la base comunitaria. Pero es una representación sin partidos políticos, desde organizaciones más espontáneas de la sociedad civil, de las comunidades o asambleas en la base, etc..
El doble rostro de una democracia representativa y participativa supera así la propuesta unilateral de las revoluciones norteamericana y francesa del siglo XVIII. Ellos actualizaron y organizaron las instituciones representativas. La presente revolución popular mundial, postcolonial, transmoderna y transcapitalista (inspirada en los movimientos obreros del siglo XIX, de las revoluciones socialistas del siglo XX, y de los nuevos movimientos sociales actuales –feministas, antirracistas, de las tercera edad, de los pueblos originarios, de los marginales, etc.), descubre y debe institucionalizar las nuevas estructuras institucionales de una democracia participativa en referencia a actores colectivos políticos más complejos y exigentes en cuanto a sus derechos.
* Filósofo
** Véase 20 tesis de política, en Siglo XXI, México, 2006.
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