Jaime García Chávez me hace llegar el artículo dominical que publica en Chihuahua a propósito del asesinato de Marisela Escobedo Ortiz, el más reciente, que no el último, en añadirse a la infame cadena de atropellos contra la vida registrados en tiempos recientes. Transcribo algunos fragmentos: Todo me dolió. En ese momento se concentró mi indignación de testigo permanente de una violencia que no cesa y a todos nos amenaza, especialmente a la República y su gente. Fue un dolor tan fuerte que ni siquiera lo produjo el más mínimo conocimiento de la víctima, porque me reveló que la víctima de esta violencia somos todos y especialmente los vulnerados por este sistema depredador: las mujeres, sus hijas.
La pulsión feminicida que asuela al estado norteño, en efecto, parece irrefrenable, pero en este caso el horror supera lo imaginable al grado de alzarse como una suerte de brutal escarmiento público: Mátenme frente a palacio, para vergüenza de las autoridades, dijo Marisela al protestar por la liberación del asesino de su hija, justo en el lugar donde los pistoleros también la harían pagar con la vida por el atrevimiento de no quedarse en silencio.
“Se trata –escribe García Chávez– de un homicidio emblemático. De un homicidio contra una madre que reclamaba justicia para su hija, que había tenido que realizar ella la indagatoria, que le había dicho al gobierno dónde estaba el homicida. Marisela erogaba gran esfuerzo, era una Antígona doliente encarando al poder despótico. Emblemático porque sucede a las puertas del palacio de gobierno, por cuya parte trasera acostumbra entrar César Duarte rodeado de una nube de policías y militares fuertemente armados. Él se da ese privilegio, mientras el resto tenemos que andar toreando la violencia al hollar el umbral de las puertas de nuestras casas. Bien sabía quien definió los privilegios como una canongía para unos cuantos y un desaliento para todos los demás. Bien lo sabía.”
Al igual que otros muchos ciudadanos y periodistas en Chihuahua, el autor del texto no se resigna a sufrir la violencia criminal como una fatalidad del destino y sabe, pues años de vida y experiencia se lo indican, que las bandas criminales no son lo que son por generación espontánea. Detrás de ellas está el universo de complicidades que las oligarquías regionales tejieron en consonancia con los dueños del poder político a escala federal. Es obvio que la violencia no surgió ayer, como lo prueba la trágica historia de las mujeres asesinadas en Juárez y otras ciudades del norte, o la aparición en toda la frontera de los cárteles más sangrientos. Sólo hay que recordar al diario Zeta de Tijuana o las leyendas criminales forjadas entre el temor y la admiración por los capos que hicieron de la apología al crimen una variante de la cultura popular. La violencia criminal se incubó en la desigualdad secular de nuestra sociedad en ruta hacia la globalización, en las sacudidas del ajuste, en la polarización social como efecto de la revolución neoliberal, en la crisis ideológica que deja en el desamparo a los súbditos de los estados nacionales encasillados en el imperio universal que domina. Creció protegida por el mayor temor al cambio y a las clases peligrosas; solapada por infames cuerpos de seguridad puestos al servicio de la criminalidad o mirándose en el espejo de los negociantes de Estado que hicieron de la corrupción una segunda naturaleza, transfigurada luego en la buena conciencia purificada por el virtuoso tintineo del dinero. Y en la ausencia de un verdadero estado de derecho.
Al respecto y comentando el asesinato de Marisela Escobedo Ortiz, el historiador y también editorialista Víctor Orozco escribe en el Diario de Juárez: Por discursos, promesas y desplantes de las autoridades no ha quedado la lucha contra la delincuencia. Cotidianamente escuchamos al Presidente o a los gobernadores hablarnos de su empeño, del invencible poder del Estado y hasta fanfarronear con los sofisticados mecanismos de inteligencia a su alcance. Entre los remedios ofrecidos o llevados a la práctica están las reformas al sistema de impartición de justicia y el aumento de las penalidades. Incluso en el estado de Chihuahua la legislatura local instauró por primera vez en su historia la pena de prisión vitalicia. Ambos instrumentos se han estrellado ante el hecho incontrovertible de la impunidad. Pueden perfeccionarse y acelerarse los procedimientos judiciales, implantarse el sistema de justicia oral tradicional en Inglaterra y Estados Unidos, presuntamente mejor que los usuales en Iberoamérica, pero si los delincuentes no llegan a las salas de los jueces, ¿de qué sirve? O bien, si los expedientes de las averiguaciones previas fueron integrados con deficiencias producto de la sobrecarga de trabajo que tienen los agentes ministeriales o de su misma ineptitud o negligencia, ¿de qué sirve? Peor aún, si los jueces se ponen más papistas que el Papa y absuelven a un peligroso homicida apoyándose en criterios formalistas a todas luces contrarios a la realidad, como sucedió en el proceso seguido al victimario de Rubí Frayre Escobedo.
Y que no sólo estamos ante una crisis moral, de valores, como se predica desde las cúpulas palaciegas o eclesiales, sino que la fuerza devastadora del lumpen aprovecha el desdén gradualista, conservador, que confina el cambio a una larga agonía donde ni lo viejo muere ni lo nuevo acaba de nacer, aunque venga enfundado en la última moda de la ciencia política o en el optimismo hilarante de los enfant terrible ante la epifanía de las clases medias. En esa penumbra (en realidad, una crisis pegajosa e irritante) ellos, los delincuentes, aprovechan la transición a ninguna parte que va dejando, como trastos inútiles, instituciones, prestigios engolados, la fallida sabiduría de las elites, el desierto humano como horizonte. En esta guerra, son ellos los que hoy no tienen cadenas que perder y actúan en consecuencia, no importa cuán grande sea la fuerza militar que se les oponga o el daño que puedan causarle al país. Les basta con ese efímero instante de sangre y fuego que ilumina sus miserables existencias y enluta a la sociedad. Para enfrentarlos no bastan, pues, los equipos sofisticados, las técnicas o las academias de última hora: es preciso devolverle a la sociedad el sentido del cambio que machaconamente se aplasta como si fuera el peor enemigo. No es suficiente con proclamar nuevas reglas: hay que cambiar el juego y darle la voz al ciudadano. Reconstruir la República.
PD. Para bien terminó el secuestro de Diego Fernández de Cevallos. Falta saber qué pasó. ¿Quién y para qué?
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