En vísperas de que concluya el año 2010, y a una década de la alternancia en la conducción política del país, el panorama mexicano en el ámbito de los derechos humanos es angustioso y exasperante. Las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, la tortura, la falta de vigencia de derechos sociales y económicos, la persistencia de la impunidad, la persecución y criminalización de disidencias sociales y políticas y los ataques a la libertad de expresión siguen siendo una realidad cotidiana y lacerante, y a ello se suma la doble moral y la falta de voluntad de las autoridades para hacer valer sentencias y recomendaciones de organismos internacionales en esta materia. Son significativos, al respecto, los señalamientos de distintos especialistas, reproducidos en esta edición, sobre la falta de acatamiento, por parte del gobierno, de las sentencias emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contra México por diversos casos de abusos.
Aunque el cambio de siglas y colores en la titularidad del Ejecutivo alentó la esperanza de que se produjera un viraje en esa materia respecto del pasado reciente –el referente inmediato era la política de contrainsurgencia zedillista y los constantes atropellos cometidos bajo las presidencias del tricolor–, garantizar la vigencia de los derechos humanos en el país no ha sido precisamente prioritario para los sucesivos gobiernos panistas. Vicente Fox se presentaba a sí mismo como un decidido defensor y promotor del respeto a las garantías individuales en otros países, pero en el ámbito interno su compromiso con el tema fue meramente retórico, y su administración concluyó entre graves y masivos atropellos a los derechos humanos –Oaxaca, Lázaro Cárdenas, Texcoco-Atenco– por parte de las autoridades estatales y federales.
En lo que va de la administración de Felipe Calderón, el tema de los derechos humanos ha transitado de la indiferencia y la exclusión en la agenda gubernamental al manejo distorsionado en el discurso oficial, desde donde se insiste en equívocos como que la principal amenaza a las garantías individuales son los grupos de delincuentes, cuando los atropellos a derechos básicos son, por definición, correlativos a acciones u omisiones del Estado. A renglón seguido, en el contexto de los operativos policiaco-militares de la guerra contra el narcotráfico que declaró Calderón a días de su llegada al cargo, se han perpetrado numerosos abusos de poder contra la población civil, incluido el asesinato de inocentes por elementos de las fuerzas públicas. En los cuatro años de la actual administración, por añadidura, las autoridades federales han criminalizado la protesta social, han continuado con la aberrante práctica de fabricar culpables y se han abstenido de iniciar averiguaciones por los actos de barbarie represiva cometidos en sexenios anteriores, a pesar de que eso ha sido un reclamo fundamental de instancias como la propia CIDH.
Es decir, durante la última década, lejos de fortalecerse la legalidad, ésta ha sido debilitada en uno de sus aspectos fundamentales: la observancia de las garantías individuales por parte de la autoridad. La congruencia elemental indicaría que, si se tratase de hacer valer plenamente la legalidad y el estado de derecho –como el discurso oficial insiste cada vez que hay oportunidad–, es necesario emprender en este terreno, como en otros, un viraje inequívoco, a fin de empezar a remontar la catástrofe de derechos humanos en que se encuentra el país tras 10 años de presidencias panistas.
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