La política del haiga sido como haiga sido, que como nadie encarna Felipe Calderón, está basada en la vieja cultura de la transa, la mentira, la impunidad y la simulación. La sordera de Calderón ante los reclamos de Javier Sicilia y el amplio movimiento de los sin voz que firmó el pacto de Ciudad Juárez no es auditiva; responde a una política de Estado planeada en lógica guerrera. Desde su campaña electoral, los estrategas de Calderón definieron los comicios de 2006 como una confrontación bélica. El 11 de marzo de ese año, el propio Calderón ordenó a los candidatos a senadores y diputados del Partido Acción Nacional que actuaran como un ejército y salieran de manera disciplinada a las trincheras, a librar una lucha cuerpo a cuerpo contra el enemigo a vencer, definido por sus propagandistas como un peligro para México.
Por vía paralela, y según los parámetros de la guerra al terrorismo de la administración Bush, dos conspicuos miembros del aparato de seguridad del foxismo, Genaro García Luna y Eduardo Medina Mora, eran aleccionados en Washington y Bogotá sobre la necesidad de instrumentar en México una confrontación fratricida real, bajo el falso paraguas de una guerra a las drogas. Encuadrada en la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN, el TLCAN militarizado) y su brazo operativo de penetración y sometimiento, la Iniciativa Mérida (símil del Plan Colombia), cinco años después, el resultado de la guerra de Calderón es una ordalía de violencia, caos, terror y sangre que arrastra a México hacia un Estado autoritario de nuevo tipo.
Más allá de que la fábula del incendio y los bomberos –que como recurso propagandístico repite el inspector Alejandro Poiré– sea otra de las tantas coartadas fallidas del régimen, el sexenio calderonista se ha singularizado por un crecimiento exponencial de la violencia criminal. Se trata de una violencia de apariencia demencial, que, en un in crescendo, ha ido empujado al país hacia una salvajización de la vida cotidiana de difícil reversión. Asistimos a una orgía de atrocidades (degollados, descuartizados, mutilados con tiro de gracia, niños asesinados en retenes militares, gente colgada de los puentes, falsos positivos a la colombiana y un largo etcétera que se combina con desapariciones forzadas, la tortura sistemática y las ejecuciones extrajudiciales), que responde a una imaginación ilimitada en la forma de su perpetración por ejecutores made in México.
En ese sentido, la humanización del adversario (que no enemigo), y los llamados al corazón de criminales y poderosos, sustento del discurso de Javier Sicilia durante la denominada caravana del consuelo, parten del hecho real de que, como Eichmann en la Alemania nazi, los carniceros orgiásticos de este presente escalofriante mexicano pertenecen a la especie humana. México ha entrado al ámbito de la banalidad del mal. La banalidad de las atrocidades como práctica cotidiana perpetrada por hombres comunes, de carne y hueso, no monstruos.
Es necesario esclarecer lo que pasa para poder fincar responsabilidades. Con una aclaración para destruir falacias mediáticas utilizadas con la finalidad de justificar y/o encubrir al régimen. De suyo, los criminales están fuera de la ley. Deben ser detenidos, juzgados y, si se les encuentra culpables, deberá aplicárseles todo el rigor de la justicia. Pero hay muchos pacificadores que operan desde dentro de los órganos coercitivos del Estado. Entre ellos algunos militares duros autoconfesos, como el general brigadier Carlos Bibiano Villa y el teniente coronel Julián Leyzaola (el Patton mexicano), que han incurrido en la apología del delito al reivindicar el derecho de matar o de aplicar una justicia inmediata, sin intermediación de leyes o principios humanitarios (y que a la sazón consideran a las comisiones de derechos humanos como protectoras de delincuentes).
Producto exacerbado de la militarización de las estructuras civiles en el marco de la guerra de Calderón, los agentes estatales que cometen delitos para combatir criminales están haciendo un uso discrecional, extralegal y arbitrario de la fuerza, al sustituir los organismos de aplicación de justicia por un proceso de administración de venganza, por lo que no podrán escudarse, después, a la hora de tener que enfrentar a la justicia, en el patriotismo, la obediencia debida o la camaradería interpares.
En ese contexto, la demanda de Javier Sicilia en el Zócalo de la ciudad de México, cuando pidió a Calderón que cesara a García Luna, era correcta. El desprecio por las normas y leyes, protagonismo y proclividad al uso faccioso de la televisión mediante montajes para ensalzar las acciones de la policía que dirige, han sido constantes en la actuación del secretario de Seguridad Pública federal. El infomercial telenovelero El equipo, coproducido por Televisa y la SSP para vanagloriar a la Policía Federal con recursos del erario, fue su último dislate.
El primer caso sonado que envolvió al superpolicía de Los Pinos fue el reality show de la Agencia Federal de Investigación en la supuesta captura en vivo de una banda de secuestradores en diciembre de 2005. García Luna, entonces director de la AFI, tuvo que aceptar que todo fue una actuación para Televisa y Tv Azteca. Su confesión reveló la relación de amasiato y colusión entre el gobierno y el duopolio de la televisión. En ese caso, como en la recreación televisiva sobre la detención de Édgar Valdés Villarreal, La Barbie, la audiencia no sabe hasta ahora qué ha sido verdad o mentira.
Como antes la AFI, si la Policía Federal fuera tan buena y limpia no necesitaría rating o infomerciales en los medios electrónicos. García Luna ha sido uno de los ideólogos de la guerra de Calderón. El fracaso policial condujo a la militarización del país. De allí que a la exigencia sobre el fin inmediato de la estrategia de guerra, el regreso del Ejército a los cuarteles, el retiro del fuero militar y la desmilitarización de la policía, habría que agregar la destitución de García Luna.
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