A pesar de ser abstemia, el pasado viernes la maestra Teresa Franco se tomó una copa de tequila. Desde hace años se había prometido a sí misma que lo haría el día en que muriera Miguel Nazar Haro, el hombre que la torturó en 1974. Así que al enterarse de su fallecimiento dijo a su marido, Vicente Estrada: ¡Voy a brindar para que este ser diabólico se vaya al más recóndito lugar de los infiernos!
El recuerdo de aquellos aciagos días la ha perseguido toda la vida. Y el viernes no fue la excepción. Cuando llegó la noticia de la muerte de Nazar, le brotó la rabia y la desesperación de que las cosas no hayan cambiado después de tanto sufrimiento. Quiso leer y no pudo. Pensó en salir a la calle, pero decidió quedarse en su casa. Revivió su pesadilla y brindó con un tequila por la ausencia del torturador.
En el Campo Militar número uno, Nazar Haro la torturó dos o tres veces al día durante meses. En el cuarto donde la interrogaban había música a todo volumen, un colchón con sangre y un soldado en la puerta cuidando. Siempre llegó allí caminando, pero nunca pudo salir de pie porque el dolor la hacía perder el conocimiento.
La maestra se había preparado para no hablar y para morir. “Yo tenía –asegura– un compromiso con tanta gente que nos brindó su apoyo, que nos hospedó, cuidó y dio de comer. No podía traicionarlos dando su nombre. Te preguntan hasta de las lombrices que traes en el intestino, pero yo decía: no sé nada.”
Su silencio despertó en el policía los más retorcidos instintos. No podía tolerar a una mujer que no se quebraba ante su fuerza y su poder para provocar dolor. Ella ni lloraba ni hablaba. Sólo pedía en silencio: Dios mío, no prolongues mi agonía.
Nazar se jactaba de ser de los mejores torturadores, mejor que los argentinos y chilenos, narra Teresa. “Era su orgullo. Se sentía grande torturando. No hubo otro como él. Era muy sanguinario. Solamente una mente diabólica podía hacer lo que él hacía. Cuando te interrogaba y se preparaba para torturarte, pasaba de amable a maquiavélico. En tono cortés te decía: ‘¿tú crees que me gusta hacerte esto?’
“Yo le respondía: ‘sé que son sus métodos. No son los míos. Una cosa le voy a decir. Si salgo viva de aquí voy a seguir luchando para que estos métodos desaparezcan’.”
Los torturadores –dice Vicente Estrada, compañero de vida y de lucha de Teresa, detenido y torturado con ella– siempre nos vieron diferente. Íbamos convencidos de que hacíamos lo justo y lo correcto. No teníamos nada de qué arrepentirnos. No teníamos el miedo a flor de piel. A otros nada más les tronaban los dedos y hablaban sin parar.
Teresa Franco tiene ahora 73 años. Estudió en escuelas privadas. Desde el kínder estuvo en el Colegio Francés. Concluyó la carrera de maestra de primaria en la Benemérita Escuela Nacional de Maestros (BENM), institución donde más aprendió. Terminó su preparación en la Normal Superior del Anglo.
Su papá era molinero y tenía relaciones políticas importantes. Durante años entregó tortilla en el Campo Militar número uno. Allí hizo ella el primer año de su servicio social. Después fundó una escuela en una colonia popular. Dio clases a hijas de políticos en el Colegio Vallarta. Fue profesora de la hija de Marcelino García Barragán, lo que le sirvió para que durante los interrogatorios Javier García Paniagua la tratara correctamente.
Sin ser mocha, Teresa es profundamente creyente, con un gran amor por los pobres y un sentido profundo de la justicia. En la BENM conoció a Vicente Estrada, dirigente de la Liga Comunista Espartaco. En 1969 pasaron juntos a la clandestinidad, trabajaron estrechamente con campesinos jaramillistas y apoyaron la lucha de Lucio Cabañas. Fue conocida como Olivia.
Aunque en un principio fue enviada a trabajar de maestra a Chiapas, llegó a Ciudad Guzmán, Jalisco, donde compartía casa con una maestra de escapulario. Allí comenzó a organizar un movimiento democratizador en el magisterio. En varias ocasiones llegaron a verla y a orientar la lucha Vicente Estrada y Lucio Cabañas. A pesar de que varios profesores se rajaron, ella siguió adelante y ganó la lucha.
Tiempo después comenzó a dar clases de secundaria en Ciudad Netzahualcóyotl. Su salario financiaba la actividad política clandestina de varios compañeros suyos. Vivía con su marido en una vivienda muy humilde en Tlaltizahua, por los rumbos de Ayotla Textil. Ahí fue detenida sin orden de aprehensión el 9 de noviembre de 1974. Estaba sola. Oyó que tocaban la puerta con insistencia y creyó que era la persona que los ayudaba a lavar la ropa. Al abrir la puerta vio todo rodeado de policías. Respiró hondo y rogó a Dios que Vicente no llegara. Pero llegó y los dos fueron detenidos.
Los subieron a la vivienda y les amarraron las manos con el cordón de las persianas. Vicente dijo: nos vemos, linda. La metieron en un Volkswagen rojo, le colocaron una bolsa de lona en la cabeza y una pistola en la nuca.
La llevaron al Campo Militar número uno. Cuando llegamos se oía un ruido grande. Me quitaron la bolsa y me llevaron a una construcción que era como una casa subterránea. Vi los aparatos de tortura, la pileta de agua en la que sumergían a los presos. Me metieron en la penúltima celda. Comenzaron los interrogatorios y la tortura; después vendría la cárcel.
“Nunca se me va a olvidar –dice Teresa-Olivia–. ¿Qué es peor que lo que ya viví? No concibo que un hombre le ponga la mano a una mujer. Te deja mucha rabia. Es tan grande la humillación, es tan grande la impotencia. Nazar Haro era el peor. Él fue constructor de esta maldad que no logramos acabar. Este mundo de maldad en el que vivimos es su herencia.”
No obstante el legado maldito que dejó y de la impunidad que disfrutó, Nazar no ganó la guerra sucia. A pesar del sufrimiento y el dolor que carga, Teresa no ha dejado de luchar por la causa en la que cree y sigue siendo una mujer alegre y vital. Él nunca pudo doblegarla. Ella ejemplifica la derrota moral de su torturador.
¡Salud, Teresa! ¡Salud!
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