Davos terminará y las profecías de Soros podrán cumplirse o no, pero lo que parece inevitable es la afirmación de una perspectiva de letargo económico, que también de modo inevitable se desplegará en grandes cuotas de desempleo abierto que afectarán en mayor medida a los más vulnerables. La obcecación europea con el déficit, advierte nada menos que el FMI, puede resultar en su contrario, es decir, en mayores brechas fiscales, y el sueño civilizatorio de una Unión Europea dinámica, y a la vez justa y estable, puede hacerse añicos o iniciar un periodo igualmente largo de desmantelamiento de resortes y mecanismos institucionales, sin los cuales la solidaridad moderna que requiere todo Estado social se vuelve impensable.
Los hombres de las nieves que han visto en la Montaña Mágica no un sanatorio, sino una especie de Disneylandia para adultos, se rinden a la evidencia de los ocupas globales y, sin dejar de citar a Churchill, admiten que el capitalismo pudo haberles fallado a muchos de ellos y, desde luego, a todos los demás. El capitalismo podrá ser, como la democracia, el peor de los sistemas, con excepción de los demás que la humanidad ha experimentado, pero es imposible no registrar la evidencia abrumadora del desempleo y el empobrecimiento masivos, así como el desorden del sistema financiero, cuyo salvamento ha costado demasiado y cuyo comportamiento lo ha vuelto impresentable a los ojos de sus propios y cercanos prójimos. Igual cosa ocurre con varios de los que tiritan en Davos y sus irredentos epígonos, que insisten en edulcorar la hiel desparramada por la convulsión de 2009, que se ha convertido en inundación estancada pero también en desierto, legado de la sequía que se abate inclemente sobre la agricultura mundial.
Nada de esto parece inmutar a los que pretenden gobernar el Estado mexicano, o conducir a mejor puerto su desvencijada economía. Ya sabemos que el Presidente admira las destrezas de Ernesto Zedillo, graduado en cumbres y honoris causa del cónclave anual de los muy muy ricos, pero insiste en poner la carreta delante del caballo: no es el equilibrio fiscal la condición del crecimiento sino, en las actuales circunstancias de recesión casi global, al revés. En vez de dar lecciones desde lejos, Calderón debería aprestarse a reaccionar pronto ante una tormenta que sin pausa se despliega por Europa pero pronto puede arribar a la costa atlántica de América. Que el magro crecimiento del empleo haya dependido –en más de la mitad– de la maquila debería advertirnos de la fragilidad económica nacional, imposible de exorcizar con medallas al mérito globalista.
Pero lo que priva arriba, en los corredores del poder real y temporal, desde las nieves eternas o desde el pantano terrenal, es una curiosa indiferencia nutrida en la convicción de que aquí no pasa nada, porque todo se aguanta hasta volverse una costumbre del contento universal con la supervivencia de cada quien. El modo azteca de producción del eterno presente.
Las crisis echan para atrás al más pintado; convierten en tontos racionales a los más avezados luchadores sociales y llevan a la rendición al más parlanchín de los políticos socialdemócratas. Pero con el tiempo, muchos toman nota de que su entorno natural y social ha sido puesto en peligro de desaparecer y descubren, de nuevo, el valor de la acción colectiva, de la organización de masas y de la conveniencia y urgencia de que el Estado se despoje de las más groseras ataduras doctrinarias y de clase, y busque actuar en función de alguna versión del interés general o del bien común, o de la justicia social.
Éste es un péndulo histórico que en momentos límite creó estructuras de oportunidad para hacer reformas profundas al capitalismo, como ocurrió en Estados Unidos o en Suecia en los años 30 del siglo XX, y en México, en especial, durante el gobierno del presidente Cárdenas.
En contextos sin duda distintos, en esos y otros casos tuvo lugar una formidable oleada de incorporación de los excluidos por la crisis y de muchos quienes ni siquiera habían estado incluidos en la economía capitalista de entonces. Racional o no, mal intencionada o virtuosa, el hecho es que la política se puso al mando y fue capaz de traducir movilización e incorporación, incluso confrontación, en lo que hoy suele llamarse política de Estado.
En todas esas experiencias hubo comuniones diversas entre cúspide, grupos medios y bases sociales, siempre consagradas por una ampliación de la política de masas y de un reconocimiento expreso de su importancia. La organización social, en sindicatos y otras formas, fue decisiva para que los dirigentes apenas llegados al Estado se mantuvieran y avanzaran, así como para dar a la sociedad cultura, estructura y carácter de sociedad de masas, en la que pudiera sustentarse y ostentarse otra modernidad.
Sólo los timoratos apoltronados en una racionalidad impostada e imaginaria se opusieron. Como ocurre hoy, para enseñarnos sobre la larga duración de la necedad y la miopía del ser reaccionario.
El gobierno actual, y quienes lo acompañan en esta coalición de obcecados, cuya divisa es la oposición al cambio aunque sea para que todo siga igual, han protagonizado el embate antisindical más agresivo de los últimos tiempos, que forma ya una fase histórica de México. No obstante la debilidad de las organizaciones laborales, sus enemigos parecen empeñados en hacer de ésta una guerra de clases ejemplar, para con ello tal vez demostrar que la victoria cultural del panismo, que tan gozosamente comprara Castillo Peraza, no fue sino una superchería. Lo que sus herederos han hecho no es sino la actualización para el México urbano y abierto, de la más rupestre versión de la modernización conservadora que intentaran don Porfirio y sus científicos. Pero para eso, hubiera sido mejor mantener en hibernación a Limantour.
La soledad en la crisis como estrategia no puede sino resultar en un encierro delirante. Hay que abrir y abrirnos ya. Ojalá y las marchas y concentraciones obreras y campesinas del próximo martes, del Movimiento y la UNT, sean un buen comienzo.
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