Hace unos días un amigo me dijo que muchas de las declaraciones de los políticos en este y otros países se debían a que estamos en época electoral. Ello explica –me comentó– la amenaza del presidente francés Nicolas Sarkozy de retirar sus tropas de Afganistán tras el asesinato de cuatro soldados franceses por un militar y supuesto aliado afgano.
La plática con mi amigo derivó hacia lo que calificamos de expresiones absurdas de la democracia. En efecto, pareciera que el ejercicio democrático (léase elecciones periódicas) está degenerando en una serie de situaciones que poco tienen que ver con lo que inquieta a la población. Los gobernantes (y los aspirantes a serlo) operan de espaldas a los gobernados. Y todo indica que esa tendencia va en aumento.
En efecto, el espectáculo que ofrecen en estos días los aspirantes a un cargo de elección popular en México, Estados Unidos, Francia y Rusia no puede sino seguir enajenando a un electorado ya muy harto de la mediocridad de sus dirigentes políticos. Las encuestas en Estados Unidos le dan a su Congreso las peores calificaciones. Lo mismo ocurre en México.
En nuestro país se ha llegado inclusive a debatir si debe o no haber debates. En las semanas recientes los que buscan la candidatura del PAN a la Presidencia se vieron envueltos en una discusión sobre la legalidad de los debates en radio y televisión. Dudaban de cuándo y cómo pueden participar en los debates. Esa discusión resultó un tanto absurda.
Pero no pocos comentaristas calificaron dichos debates como un elemento fundamental para la vida democrática de nuestro país. Se nos dijo que son un ingrediente indispensable para permitir al electorado conocer mejor a los aspirantes a la Presidencia. ¿Algunos tuvieron ocasión de apreciar el triste espectáculo que en Estados Unidos ofrecieron los candidatos republicanos en sus numerosos debates?
Hace poco le preguntaron a Vladimir Putin si estaría dispuesto a participar en unos debates con sus contrincantes a la presidencia de Rusia. Respondió que su apretada agenda no se lo permitiría y que si querían conocer su programa de gobierno su portavoz se encargaría de difundirlo. Putin tiene razón de dudar de la conveniencia de unos debates. La oposición, por conducto de algunos de los candidatos, podría plantearle directamente y por televisión algunas de las quejas que dieron pie a las manifestaciones multitudinarias en Rusia y que el propio Putin ha menospreciado.
He ahí un ejemplo más de la brecha entre el pequeño mundo de los políticos y la población en general. Periódicamente los políticos se vuelven para ver al electorado y pedirles el voto a fin de conseguir un cargo o perpetuarse en el mismo. Y en esa época electoral inundan los medios de comunicación con propaganda y también participan en debates públicos. Éstos sirven muy poco para aclarar propuestas de solución a los problemas que aquejan a la población. En efecto, la clase política parece haber secuestrado el proceso democrático. Su actitud parece resumirse en una frase: me interesa tu voto, mas no tu opinión.
En los debates se pierde el sentido de lo que constituye gobernar. En Estados Unidos los innumerables debates entre los aspirantes presidenciales del Partido Republicano se han limitado a ver quién es el más conservador y así quedar bien con los militantes del Tea Party. Poco les interesa el rumbo del país en general. Se la pasan repitiendo frases hechas y banales.
La semana pasada en Carolina del Sur las primarias de los republicanos pusieron en un brete a muchos evangélicos. Tuvieron que decidir, entre otras cosas, si querían sacar al actual inquilino de la Casa Blanca para meter ahí a un mormón o un católico dos veces divorciado. Optaron por este último.
¿Para qué queremos debates públicos entre los candidatos? Desde luego que pueden tener un impacto importante en los resultados de los comicios. Se dice que Richard Nixon perdió la elección presidencial de 1960 porque salió muy mal parado frente al fotogénico John F. Kennedy en lo que fue el primer debate que se transmitió por televisión. Veinte años después Ronald Reagan ganó el debate con Jimmy Carter y luego ganó las elecciones.
Sin embargo, por lo general, los debates sirven de muy poco. No ilustran a la población y rara vez sirven para definir posiciones y presentar propuestas novedosas. Es obvio que una persona de mente ágil y fácil palabra puede meter más de un gol en los debates. Pero ¿estamos buscando a un buen orador? Barack Obama ha demostrado que un buen orador no es necesariamente un buen gobernante.
Los debates entre candidatos presidenciales quizás fueran aceptables si las autoridades encargadas de supervisar el proceso electoral fijaran lo que podría llamarse una cuota de pendejadas a los aspirantes. Consistiría en designar un jurado encargado de seguir de cerca las declaraciones públicas de los candidatos y llevar una cuenta del número de tonterías que espetan. Cuando agoten esa cuota tendrían que guardar silencio y si no lo hicieren tendrían que abandonar la contienda electoral. Quedarían inhabilitados para ocupar cargos públicos.
En México se transmite un anuncio que señala que la democracia es una tarea que compete a todos y todos deben ejercerla. Los políticos aquí y en otros países no parecen compartir esa idea. Al ciudadano común se le pide que participe acudiendo a las urnas, pero lo hace para darle un cargo de elección popular a una persona que ni caso le hace.
Y, ¿qué de los asuntos de actualidad que afectan a buena parte de la población? Los candidatos no se atreven a manifestarse sobre ellos. ¿Alguno de los aspirantes a la Presidencia de México se pronunció de manera inequívoca antes del fallo el pasado martes de la Comisión Federal de Competencia sobre la fusión monopolista entre Televisa y Iusacell?
Son raros los políticos que ofrecen apoyar los intereses verdaderos de las sociedades que supuestamente quieren gobernar.
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