Tardíamente y sin mucho entusiasmo, seguimos celebrando el centenario y el bicentenario de la Revolución y de la Independencia, con desencanto, porque la independencia continúa acotada y oprimida y los principios de la Revolución fueron ahogados en su primera infancia por las ambiciones, la ineptitud y la corrupción. Celebramos, porque creemos en las utopías que se construyeron o imaginaron en esos movimientos y en la Reforma del siglo XIX y porque encontramos en ellas las herramientas para reconstruir con dignidad y hasta con orgullo nuestra nación mexicana.
Estos movimientos sociales, que el PRI por décadas usó de bandera y pretexto para conservar el poder, siguen, con todo y esto, vigentes como patrimonio histórico del pueblo de México, que no los olvida, a pesar de la exclusión de la historia en la formación de niños y jóvenes y del aturdimiento y distorsión de la realidad que algunos medios, en especial la televisión y sus creativos y comentaristas fomentan.
Desde hace algún tiempo, un lustro o algo más, se recordó que más o menos cada cien años hay una gran sacudida social y una reorganización política en México; 1810, el inicio de la guerra de Independencia, 1910, el inicio de la Revolución Mexicana, contra la falta de sufragio efectivo y las injusticias sociales; se recordó también que de esas cruentas guerras interiores surgieron, como sus consecuencias, las constituciones de 1824, que estableció el federalismo y salvó a la nación de pulverizarse como Centroamérica, y de 1917, que reiteró el federalismo, la democracia, los derechos humanos y proclamó como una primicia mundial los derechos sociales. En medio de las dos fechas (más o menos) se proclamó la Constitución de 1857, que agregó a la de 1824 la separación Iglesia-Estado y la declaración de los derechos humanos.
Cada una de estas conquistas, recogidas en leyes fundamentales, estuvo, por decirlo así, envuelta en un torbellino de sangre, fuego y destrucción. Las tres principales constituciones de México aparecen en el centro de épocas de guerras y conflictos. Se pensó también, hace cinco años o un poco más, que 2010 sería el momento histórico adecuado para un nuevo cambio, con el mismo fin para el que se promovieron los anteriores: lograr auténtica democracia, justicia social, seguridad para los habitantes, soberanía y un orden justo. El temor era, y es, que nuevamente la sangre de los mexicanos sea el precio del cambio; es decir, que el rescate de los valores que necesitamos implantar se intente, como en los movimientos anteriores, por medio de la lucha violenta y por tanto del odio. El odio es desear el mal a otro, buscárselo y provocárselo.
Ahora aparece la oportunidad de lograr las metas políticas, económicas y sociales deseadas, necesarias, conseguir la regeneración nacional, no con odio, sino con amor; no degollando a los enemigos, como en la Alhóndiga de Guanajuato o fusilándolos o colgándolos de los árboles y los postes de telégrafo, como en la Revolución, sino venciéndolos en la urnas y convenciéndolos en los debates y en las discusiones públicas.
Mejor, sin duda, el estandarte de la Virgen de Guadalupe como bandera, reconocida popularmente como un símbolo de amor materno; mejor la abolición de la esclavitud, la moderación de la pobreza y la opulencia, mejor el abrazo de Acatempan, que los fusilamientos en Chihuahua o en Ecatepec o en el Bajío.
La propuesta de un cambio posible, por la vía del amor y no del odio, buscar el cambio sin que tengamos que enfrentarnos unos mexicanos con otros, no es imposible. La política debe ser una competencia fraterna y no una lucha de intrigas, componendas y mentiras. La oportunidad se dará en el proceso que ya está iniciándose y culminará en julio de este año; sería, como alguien dijo, peor que un crimen, una estupidez, dejar pasar la oportunidad; en este caso se trataría de una estupidez colectiva.
Es muy alentador que una novedad en la política sea invocar al amor, que busca el bien y la felicidad del otro y sirve para designar al más alto sentimiento humano. Bien que ahora se coloque en el centro del quehacer político, en vez del odio que tradicionalmente ha estado ahí, o en lugar de la falsía, el disimulo, la mentira, que han sido tan frecuentes en nuestra historia. Bien que hoy sea este nombre, que se torna en verbo cuando con él se hace referencia a una acción, que eleva el espíritu y es básico para la convivencia, el que se proponga como adjetivo calificativo de nuestra república en contraste con la guerra que sufrimos a nuestro alrededor.
Vuelvo a un tema que he tocado frecuentemente, la explicación de Jacques Maritain sobre el sentido de la historia: ni el progreso ni una sociedad igualitaria ni el bien común son metas fatales de nuestro devenir. Conseguir alguna de ellas dependerá de la libertad de las personas, tanto al plantear la propuesta como al poner los medios para alcanzarlas.
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