Desde la tarde del domingo, los principales diarios nacionales dieron cuenta de la inmundicia que fue la elección interna en Acción Nacional: acarreos –con pases de lista y repartos de tortas, cómo no–, compra de votos, robo de urnas, guerra de filtraciones, rasurado del padrón, urnas embarazadas, coacción de votantes desde instituciones públicas –como el ayuntamiento de Monterrey– y bloqueos de caminos para impedir el acceso a centros de votación. Hubo incluso balazos al aire para amedrentar a fucionarios de casillas y ciudadanos. Manuel Gómez Morín, Efraín González Luna, Juan José Hinojosa y otros próceres panistas se revolverán en sus tumbas.
Está por verse eso de que el PAN marcará la historia de México llevando a una mujer a la Presidencia; en lo inmediato, el partido marcó su propia historia con una caída plena e inocultable –a pesar de las inverosímiles fotos de reconciliación entre los precandidatos– en la cloaca de eso que se llamaba la subcultura política del mapacheo... en sus propias filas.
Era inevitable. Ya en 2006 la presidencia foxista y las cúpulas empresariales decidieron torcer la voluntad popular mediante las campañas sucias, el uso descarado de recursos públicos y, en última instancia, el acomodo alquímico de sufragios para darle a Felipe Calderón una falsa ventaja de 0.56 por ciento sobre López Obrador. La práctica del fraude electoral es adictiva y no se pueden mantener las formas democráticas dentro de una organización política si ésta no las respeta afuera. Josefina Vázquez Mota y Ernesto Cordero Arroyo fueron miembros prominentes del grupo –junto con Elba Esther Gordillo, Vicente Fox, el ex embajador estadunidense Anthony Garza y algunos capitanes empresariales– que impuso a Calderón en la Presidencia en 2006 y algo o mucho tuvieron que haber aprendido en aquel episodio trágico.
Lo peor de todo es que, a juzgar por resultados, el cochinero no era necesario: habría bastado con dejar que los votantes panistas sufragaran en paz y sin interferencias para que Vázquez Mota obtuviera la candidatura presidencial, tal como lo delineaban los sondeos de popularidad. A lo sumo, los apoyos ilegítimos desde oficinas públicas le sirvieron al ex secretario de Hacienda para trepar del tercer al segundo puesto y para dejar relegadísimo a Santiago Creel, quien no encontró otro consuelo para su 6 por ciento que el de haber jugado democráticamente, de manera austera, con una campaña limpia y de propuestas. Así es la vida. En 2005, Creel, el entonces favorito presidencial de la primaria panista, se tronó 25 millones de pesos mensuales en espots televisivos, y también perdió.
La irregularidad era innecesaria, pero probablemente no sea inofensiva, pese a la determinación impostada de unidad entre los contendientes y de los abrazos para la foto entre ganadora y perdedores. Es de esperar que muchos ciudadanos hayan observado el cochinero de las internas del domingo y que saquen sus conclusiones ante la candidatura presidencial de Vázquez Mota.
En 2006 Acción Nacional se embarcó en una traición a las reglas democráticas que seis años antes le habían permitido poner a uno de los suyos en Los Pinos. Ahora, ese partido parece condenado a reproducir el fraude, a vivir con él, a proyectarlo, a convertirlo en parte de sus esencias. Podría parecer una maldición, pero no. Se trata de la asimilación del partido por el régimen al que combatió durante décadas y al que ahora sirve como logotipo de un frente electoral bicápite. Porque en el fondo, en los intereses que los mueven y en la propuesta de país que enarbolan, en PAN y el PRI son, básicamente, lo mismo.
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