A ver si alguien tiene el dato de cuántos periodistas hay en México por cada 100 mil habitantes y si entre los del gremio la tasa de asesinados es equivalente a la que se abate sobre el conjunto de la población. Tal vez se descubra que el índice de informadores caídos en esta guerra no es superior al de amas de casa, estudiantes, carpinteros o dentistas incluidos en cualquiera de las categorías de cadáver establecidas por el calderonato: bajas colaterales, criminales que se matan entre ellos o neutralizados por las fuerzas del orden: a fin de cuentas, esas clasificaciones son tan confiables como la numeralia de un informe presidencial. Simplemente, los periodistas comparten el infortunio de una población condenada por sus autoridades a vivir (y a morir) entre balaceras, secuestros y decapitaciones. Muchos colegas, en el norte del país y en ambas costas, se han visto convertidos en corresponsales de guerra, no por asignación laboral sino por motivo de residencia.
La violencia se lleva por delante vidas de todas las profesiones y de todos los oficios. Cada una de ellas es una pérdida sin límites para el muerto o la muerta, quienes pierden todo, para su entorno familiar y social, que pierden mucho, y para el país, que pierde una partícula irrepetible de sí mismo. En el caso del informador, a la pérdida de la persona hay que agregar el daño adicional en el discurso y la conciencia sociales. Matar periodistas es como destruir poco a poco el espejo en que el país se ve a sí mismo.
Desde luego, eso no quiere decir que el gremio aspire a una suerte de fuero ni a una protección especial, y ni siquiera a una cobertura privilegiada cada vez que uno de los suyos es asesinado. Ocurre, simplemente, que a los periodistas, como a la inmensa mayoría de la población, no nos gusta que nos maten. De seguro podrá comprenderlo Felipe Calderón, que no se mueve si no es incrustado dentro de un batallón del Ejército.
Podría parecer innecesario y hasta grotesco mencionar, a estas alturas, esta aversión universal. Pero resulta obligado porque lo que queda del calderonato habla con toda naturalidad de los cadáveres que aún falta por producir para concluir una magna obra –no se sabe bien si la de imponer la paz o la de despoblar a México– con pretensiones transexenales. Resulta obligado porque, desde su hamaca, el gobierno de Veracruz ve florecer la muerte y no mueve un dedo salvo para perseguir a un par de tuiteros incómodos y refritear enérgicos comunicados de prensa.
Por supuesto, ambos niveles de gobierno echan la culpa de los muertos a una delincuencia que muchas veces se incuba y desarrolla en las propias instituciones. Se sabe que, en estas condiciones, a las corporacioones policiales y castrenses no les resulta difícil deshacerse de voces críticas o de activistas por el simple procedimiento de endosar al clima de violencia sus cuerpos o la ausencia de ellos, porque no todos aparecen, y por eso se llaman desaparecidos.
Este clima es resultado, en el mejor de los casos, de la torpeza de los gobernantes, y en el peor, de su participación furtiva en los negocios de la guerra. Desde luego, el homicidio en Jalapa de la informadora Regina Martínez reclama la identificación, ubicación y presentación del o los asesinos materiales e inmediatos, pero la responsabilidad por su muerte es de los gobernantes que no han querido o no han podido garantizar el derecho de la periodista –y el de muchos miles de mexicanos– a la vida y que no han querido o no han podido cumplir con su obligación constitucional y legal de brindar seguridad a la sociedad. Ésta no debe caer en la trampa de considerar interlocutora a la criminalidad, organizada o desorganizada, sino a las autoridades facultadas para combatirla. En el caso concreto de Regina Martínez esas autoridades se llaman Felipe Calderón y Javier Duarte, su responsabilidad es ineludible y es a ellos a quienes debe dirigirse el reclamo del momento: Ni un periodista muerto más. Ni un muerto más.
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