lunes, 5 de noviembre de 2012


Ataduras ideológicas
Bernardo Bátiz V.
A
lguien de pronto, lanza un término nuevo, un giro de lenguaje que suena novedoso, y sirve de modelo para ser imitado; la palabra o la frase corren como reguero de pólvora y, sin que se piense o reflexione sobre el sentido o la intención, se va repitiendo o imitando lo que se dijo y se acepta como válido, sólo porque gran parte de los integrantes de una colectividad lo repiten como lugar común.
Gabriel Tarde explicaba estas pautas expansivas de conceptos o formas de actuar, como las ondas que se forman en círculos concéntricos dentro de un estanque de agua, cuando cae en el centro una piedra. Me parece que ese fenómeno a través de los medios masivos de comunicación se ha vuelto más frecuente, y más rápida su divulgación hacia toda la circunferencia social.
Tal ha sucedido, en mi opinión, con propuestas políticas que se dan por válidas sin mucha discusión y para cubrir alguna intención política no expresada abiertamente, por ejemplo modernización, competitividad –cuando se habla de economía– o justicia adversarial, oralidad, inmediatez, cuando se trata de asuntos relacionados con las pretendidas reformas a la justicia en México.
Recientemente, en algunas discusiones políticas y legislativas muy importantes –como las relativas a los energéticos, herramienta estratégica del Estado mexicano, la minimización de los derechos de los trabajadores frente a los empleadores, o los conceptos de independencia y soberanía– se usa como pretexto y fórmula para evadir la discusión de fondo, o para hacer a un lado las objeciones de quienes se oponen, la coartada ataduras ideológicas.
Se dice que las ataduras ideológicas impiden que México avance y que se aprueben las llamadas reformas estructurales. Lo que significan con esta forma de argumentar es que quienes tienen la responsabilidad de resolver sobre cuestiones tan importantes deben hacer a un lado sus convicciones, sus principios o lo que en términos más amplios y quizás más profundos se conoce como su doctrina.
Con esto nos enfrentamos a una contradicción: por un lado las reglas constitucionales establecen que los protagonistas de la política ya no son las personas, sino los partidos, y en las resoluciones parlamentarias de ambas cámaras cuentan cada vez menos los debates, las discusiones y los argumentos, y cada vez más el número de manos alzadas con las que contará cada uno de los grupos parlamentarios; pero simultáneamente se pretende que los partidos abandonen el dato esencial que los define, la doctrina o la ideología.
No deben ser los colores, los emblemas ni las consignas que se repiten en las marchas los lazos de unión entre los militantes de un partido; el corrimiento al centro del espectro político es porque los partidos han hecho a un lado sus principios y solamente compiten por asientos en los congresos y cargos en la administración, sin importar para nada el porqué y para qué de su acción. Eso hace que todos se amontonen en un mismo lugar y los votantes no distingan con claridad a unos de otros y por tal motivo a todos los juzguen como oportunistas y ventajosos.
Cuando aparecen en la sociedad los partidos como herramientas para hacer política, superando las luchas de caudillos o de dinastías, es precisamente la doctrina la que les da contenido, caracteriza y distingue; la doctrina es una red de convicciones, de verdades aceptadas en común respecto de la sociedad, la persona, la economía, la política; ideas congruentes entre sí, que sirven de lazo de unión entre quienes las aceptan y de guía para actuar y base para propuestas y proyectos.
Lo contrario a la acción inspirada en la doctrina, actuar sin ataduras ideológicas, como dicen quienes quieren a toda costa sacar adelante las llamadas reformas estructurales, es lo que se ha denominado pragmatismo, oportunismo, la acción sin fundamento en convicciones y tan sólo para salir del paso, para obtener algo material y egoísta, que lo mismo puede ser fama, poder o dinero.
Los teóricos de este pragmatismo, los que quieren que nos deshagamos de nuestros principios, ideologías y doctrinas, se olvidan de que desde afuera, su gran modelo, que es Estados Unidos de América, sí actúa permanentemente bajo una línea doctrinaria que no ha variado por siglos: la doctrina Monroe sigue siendo respecto de América Latina la brújula que guía a la política de nuestros vecinos. Frente a ella, políticos jóvenes y no tan jóvenes navegan sin brújula, se aturden ellos mismos y quieren aturdirnos a todos con su terminología sonora, ruidosa, pero sin contenido.
Tenemos que oponer a esos pretextos y a esas fórmulas vacías principios doctrinarios y convicciones patrióticas. Ciertamente los partidos se distinguen unos de otros precisamente por su ideología, pero también coinciden en algunos puntos fundamentales; debieran ser éstos, cuando menos, la defensa de la soberanía nacional y la búsqueda de un equilibrio económico que nos aleje del riesgo de un estadillo social.

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