Correa y Chávez
Pedro Miguel
E
l primero planchó en las elecciones del domingo pasado en Ecuador y logró ser relecto por una mayoría abrumadora. El segundo, quien recientemente había conseguido la relección, no parece dispuesto a cumplir los sombríos pronósticos de la prensa amarillista occidental y ya está de regreso en Venezuela, aunque su diagnóstico siga siendo reservado. Pero en uno y otro casos el asunto principal no es el destino político (o clínico) de dos individuos, sino el futuro de dos procesos de transformaciones económicas, políticas y sociales que han contribuido en forma protagónica a dar al traste con los designios para América Latina que habían definido los capitales occidentales, sus gobiernos y sus organismos financieros internacionales.
Chávez ya tiene demasiados epítetos encima, tanto apologéticos como injuriosos, como para agregarle más, y esa proliferación oscurece la comprensión del proyecto político que ha encabezado desde fines del siglo pasado. Desde luego, las virtudes y los defectos del presidente venezolano no necesariamente explican, ni corresponden con, los logros, los errores y los pendientes de tal proyecto, ahora sometido a una prueba de ácido: la ausencia prolongada de su principal dirigente. Hasta donde puede verse, la revolución bolivariana está lo suficientemente institucionalizada como para persistir en caso de que esa ausencia resultara definitiva; tal vez, en forma no muy distinta a como ocurrió en el régimen cubano tras el retiro de Fidel Castro de sus funciones políticas y gubernamentales. Por lo pronto, todo indica que el chavismo logrará que su líder máximo tome posesión de la presidencia, así sea estirando las leyes, bien para que la ejerza por un nuevo periodo o para que la entregue al vicepresidente Nicolás Maduro. Y cabe preguntarse si las intrigas palaciegas o cuartelarias que han venido reseñando los medios de la derecha no son tan inventadas como aquella foto de Chávez publicada hace tres semanas por el madrileño El País a todo lo ancho de su primera plana. Por más que los chavistas no lo vean y que a los antichavistas les duela, a estas alturas lo más relevante del caso no es la salud del ex militar, sino la del proceso que echó a andar.
En el caso ecuatoriano el vuelco de estos días ha sido menos sorpresivo pero más contundente que en el venezolano. A la Alianza País el gran margen de su victoria electoral le da legitimidad y tiempo sobrados para consolidar un Estado de vocación social y ciudadana y para profundizar el rediseño del modelo económico y político. Puede ser que, en lo sucesivo, los riesgos principales del proceso ecuatoriano no estén en los desgastados reclamos oligárquicos por los supuestos ataques de Correa a la libertad de expresión –que han sido, más bien, pertinentes acotaciones, tanto discursivas como judiciales, al abuso de ésta y a la impunidad habitual de los consorcios mediáticos– sino en los desencuentros entre la Presidencia y sectores progresistas y de izquierda –dirigencias indígenas y grupos ambientalistas, por ejemplo–, desencuentros que, de no resolverse, podrían generar grietas mayores en el conglomerado de fuerzas disímiles y diversas que es la formación gobernante.
En todo caso, se consolida y se confirma el avance de Sudamérica en procesos orientados a restituir la prioridad de lo social por sobre los planes de negocio convertidos en programas de gobierno, así como su tránsito hacia algo distinto al canon neoliberal y a la tradicional sumisión a Washington, al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional y a la Unión Europea.
A propósito de Europa, el contraste resulta crudo: mientras que en la porción sur de aquel continente la ortodoxia económica provoca estragos sociales, dramas nacionales, crisis políticas y situaciones de escasa gobernabilidad, en la mayor parte de América del Sur se reduce la pobreza, se atenuan las desigualdades sociales y se sienta las bases para un periodo de estabilidad. En tal circunstancia, la capacidad de chantaje político y económico de los gobiernos europeos sobre los sudamericanos está más que menguada. Washington, por su parte, carece de la capacidad que antaño tenía para contener y deponer a gobernantes insumisos a sus dictados. Y ojalá que no la recupere nunca.
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