Respecto del estado que guarda la lucha del gobierno federal en contra del crimen organizado campean dos opiniones al parecer encontradas: la de quienes consideran que vamos sin remedio hacia un Estado fallido; y la de quienes ven el problema muy focalizado en ciertas regiones y, por lo mismo, dentro de niveles controlables.
En el primer bando se encuentra el investigador Edgardo Buscaglia, profesor del Instituto Tecnológico Autónomo de México, quien realizó para la ONU un reporte sobre la inseguridad en México, cuya conclusión es alarmante: que al día de hoy, 73 por ciento de los municipios del país se encuentra bajo el control del crimen organizado, cuya tendencia va en ascenso.
Del otro lado, está la posición gubernamental, que en voz del secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, Alejandro Poiré, hace poco sostuvo que es erróneo afirmar que México está sometido a una violencia generalizada, pues ésta se concentra en 162 de los 1,462 municipios del país.
Entre ambas, no sería riguroso apelar al punto medio, o a promediar posiciones. El estudio de la ONU refiere más a aspectos concretos de gobernabilidad aludiendo a un poder de facto, que tiene bajo amago a las autoridades locales, y que, en los hechos, quien gobierna, impone su ley y cobra tributos (derechos de piso, extorsiones) es el crimen organizado. Para ello no se requiere que haya gran número de muertos y violencia, que sí es propia de plazas en disputa por los cárteles.
A reserva de poner a prueba la metodología del estudio de la ONU -una vez que haya sido liberado por completo- justo es hacer mención que los problemas de gobernabilidad municipal y estatal no son privativos de unos cuantos estados de la República, y que es generalizado el reclamo ciudadano de seguridad para el patrimonio económico y humano de las personas. La ciudadanía sí se siente amenazada, aun cuando no viva en ciudades como Juárez o Tijuana.
Se entiende que el presidente Felipe Calderón Hinojosa afirme, como lo hizo ayer, que el destino de México no está sujeto al capricho de los criminales y los violentos; pero existe la percepción ciudadana que cada vez hay más zonas del territorio nacional sin control pleno del gobierno.
En aquellos lugares donde las autoridades pierden el control, la gobernabilidad del país se ve comprometida, y por lo mismo la democracia como régimen político. Ceder espacios a los delincuentes, como ciertamente sucede en el país, es apagar la democracia y entregarla a la ley del más fuerte. Ése, no puede ser nuestro destino.
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