Ya sabíamos que Felipe Calderón se había lanzado a golpear el avispero del crimen organizado sin plan alguno. También sabíamos que su defensa del país y de sus instituciones ante los intereses de Estados Unidos dejaba mucho que desear. Pero las revelaciones de Wikileaks lo confirman. Y éste es el dato más importante, independientemente de que el joven Assange, premio mundial del contraespionaje electrónico otorgado por la Fundación City Counterintelligence (que acabo de inventar por analogía con la City Mayors), sea sometido a juicio por lo que convenientemente le inventen.
“Felipe Calderón Hinojosa –le dijo José María Aznar al embajador estadunidense en España– admitió que había cometido un error de cálculo sobre la profundidad y amplitud de la corrupción y también sobre la penetrante influencia del narcotráfico en México, que estaba más allá de toda comprensión.” (Véase La Jornada, 07/12/10) Y así fue: un error de cálculo que el jefe del Ejecutivo mexicano se niega a reconocer a pesar de las evidencias cotidianas en los últimos cuatro años y de los análisis de todos los expertos en el tema que han escrito sobre éste en muy diversas publicaciones.
El otro error de Calderón ha sido, como también se ha dicho, haberse plegado a los intereses de Estados Unidos al romper el hilo delgado de la estabilidad política y social del país, y al usar, sin preparación ni pertrechos suficientes, al Ejército Mexicano en su guerra contra el narcotráfico.
Respecto del Ejército Mexicano surge una conjetura que podría convertirse fácilmente en una hipótesis científica: Estados Unidos ha presionado, desde los tiempos del gobierno de Fox, a que se use a los militares para combatir el narcotráfico y, al mismo tiempo, según las revelaciones de Wikileaks, ha estimado que al cuerpo castrense le faltan atributos incluso para confiar en él por ser torpe, descoordinado, anticuado, burocrático, parroquial y con aversión al riesgo. Parece contradictorio, pero no lo es. Más bien huele a descalificación de nuestro Ejército para, al mismo tiempo y por esa razón, justificar una nada extraña intención de meter su cuchara por la vía de las condiciones del Plan Mérida, la capacitación de nuestros soldados, la modernización de las fuerzas armadas y, ¿por qué no?, la instalación de bases militares, como en Colombia, en nuestro territorio (y de paso vendernos aviones, helicópteros y armas de todo tipo que son y seguirán siendo un negocio tan lucrativo como el de las drogas).
No defiendo al Ejército ni a la Marina, pues desde hace muchos años se han metido en asuntos en los que no han tenido justificación legal (ahora mismo en Cuernavaca pululan como si estuviéramos en estado de sitio), pero una cosa es no defender a estas instituciones que se han ganado a pulso varias desacreditaciones y otra sería aceptar que sean rehenes de las fuerzas armadas imperiales estadunidenses. Los latinoamericanos no podemos olvidar la existencia del Western Hemisphere Institute for Security Cooperation, mejor conocido por Escuela de las Américas, primero en Panamá y luego en Fort Benning en Georgia, donde han sido entrenados en tortura, represión, golpes de Estado y asesinatos más de 50 mil militares de América Latina y donde se les ha tratado de lavar el cerebro para que vean con admiración al país del norte y sus planes expansivos.
En relación con la defensa de nuestra soberanía, Calderón no se ha comportado a la altura de las exigencias constitucionales. Cuando le dijo al director de Inteligencia Nacional del país imperial –según la cada vez más admirada Wikileaks– que para disminuir la influencia de Chávez en América Latina se necesita mayor presencia de Estados Unidos, le estaba ratificando la política de puertas abiertas para que interviniera más en nuestros países y, para buen entendedor, en México y sus asuntos internos.
Cuando Zedillo gobernaba decíamos que era un gerente de Estados Unidos, una especie de procónsul de ese país. No sabíamos entonces que si bien nuestra apreciación era correcta, y el tiempo la demostró, con Calderón las relaciones de subordinación serían mayores, con el agravante de que es también rehén de la ultraderecha mexicana (incluida la Iglesia católica más conservadora) y de que ha convertido al país en uno de los más inseguros del mundo, que, al paso que vamos, dejará de tener futuro como nación.
En el México de estos días reinan, con excepciones notables, pero difícilmente mayoritarias, la confusión, el desánimo, la frustración, la pérdida del sentido de pertenencia, el individualismo a ultranza, la desilusión, la incredulidad, la crisis de los partidos y el ni modo, qué vamos a hacer. ¿Cómo estarán las cosas que, según una reciente encuesta de Mitofsky, el que tiene más simpatías para suceder a Calderón es Peña Nieto? Es decir, más de lo mismo, pero de otro partido.
Sólo López Obrador y su movimiento popular –y lo digo aunque muchos me critiquen– podrá salvar al país del desPEÑAdero que lo amenaza. Tenemos menos de un año para revertir el proceso dominante y continuista y para juntar fuerzas para salvaguardar nuestra soberanía y recuperar la estabilidad que nos caracterizaba antes de que el mundo de los negocios (lícitos e ilícitos, nacionales y extranjeros) nos gobernara.
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