Desde la noche del miércoles, Televisa ha puesto en juego buena parte de sus espacios de información y opinión y a varios de sus comentaristas para difundir y validar un testimonio del presunto narcotraficante Sergio Villarreal Barragán, El Grande, ahora testigo colaborador de la Procuraduría General de la República (PGR), según el cual su organización delictiva entregó 50 mil dólares al reportero de la revista Proceso Ricardo Ravelo para que dejara de mencionarlo en su trabajo periodístico. Significativamente, el propio Ravelo había publicado, unos días antes, un reportaje en el que refiere contactos de Villarreal Barragán con el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, y con el senador panista Guillermo Anaya. El semanario difundió, una semana antes, un adelanto del libro de Anabel Hernández Los señores del narco, en el que se sostiene que el gobierno federal ha intentado abrir canales de comunicación con los capos de la droga, y que en ese empeño estuvo involucrado el difunto Juan Camilo Mouriño, ex secretario de Gobernación y colaborador cercanísimo de Calderón.
La embestida del consorcio televisivo contra Proceso y su reportero va mucho más allá de la difusión de noticias; la desmesura, la insistencia y los epítetos empleados contra la revista denotan una hostilidad inocultable. Vista en forma aislada, esa embestida podría tomarse como un ejercicio indebido de músculo mediático y empresarial contra una publicación que, independientemente de lo que se piense sobre su línea editorial, ha sido, y es, independiente y crítica.
Pero debe recordarse que Televisa no es únicamente un medio, o un conjunto de medios sino, antes que eso, uno de los conglomerados empresariales más grandes del país, y que ha puesto su poder económico, su cobertura y su penetración al servicio de sus intereses políticos y corporativos. Ha de tenerse en mente, también, la tradicional relación de connivencia entre la compañía de la dinastía Azcárraga y el régimen: promotora número uno del discurso oficial, beneficiaria de primer orden de los favores del poder público y componente central del grupo político-empresarial que ocupa las instituciones del país, Televisa ha operado y sigue operando, al margen de cualquier disposición legal, como una suerte de ministerio de propaganda gubernamental, y su principal instrumento es el conjunto de concesiones, puntualmente refrendadas y ampliadas por gracia del gobierno, para la utilización de frecuencias que pertenecen a la nación.
Con esos elementos de contexto, resulta difícil no ver en la andanada televisiva contra Proceso una respuesta del gobierno federal, tan hostil como indebida, a las versiones publicadas en el semanario –ciertas o no– acerca de vínculos entre la administración pública y las organizaciones delictivas. No puede pensarse otra cosa, por lo demás, si se tiene presente que el actual gobierno ha abusado en forma sistemática de los organismos de procuración de justicia para ponerlos al servicio de sus designios facciosos, como lo ejemplifica el llamado michoacanazo. Ello hace pensar que los dichos de Villarreal Barragán sobre el informador de Proceso son declaraciones a modo, obtenidas con posterioridad a las publicaciones referidas. Esta sospecha se robustece por el absurdo manejo de fechas inicialmente presentado por Televisa, en el que el presunto delincuente hizo mención de un reportaje 17 días antes de que éste apareciera publicado.
Desde esta perspectiva, la embestida contra Proceso reviste la condición de una campaña gubernamental mal disimulada contra un medio informativo independiente. Ello desmiente los propósitos recientemente formulados sobre un supuesto respeto a la libertad de expresión, confirma las relaciones inconfesables entre Televisa y el poder político y ratifica los señalamientos en torno a la ausencia de democracia real y efectiva en el país.
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