El fenómeno sucesorio en la reciente historia del país ha sido, en variadas ocasiones, traumático o, de plano, mal conducido. En el fondo de su descomposición se descubre, sin recato, la pretensión de las elites de reservarlo para sí mismas. Su referente ciudadano, por tanto, ha quedado siempre relegado si no es que ninguneado. No debe sorprender, entonces, que mucha de la desconfianza popular al proceso electoral provenga de la manipulación que se induce desde las cúpulas para forzar resultados a conveniencia. Se ha querido, con inusitada frecuencia, imponer al ciudadano un conjunto de intereses y pulsiones amasadas por los poderosos en turno. No en balde es México, según repetidas encuestas latinoamericanas, cumbre señera por su generalizada desconfianza en las bondades de la democracia.
Después de la incapacidad del presidente Lázaro Cárdenas para prolongar el modelo distributivo impulsado durante su mandato, se inauguró una serie, casi ininterrumpida, de dramas sucesorios. Muchos de ellos condujeron a sonados fraudes a la voluntad expresada en las urnas. Esa fue la consecuencia de haber optado por Ávila Camacho en lugar del general Múgica. El acto, cada vez más personalizado, de escoger sucesor se fue adentrando, de ahí en adelante, en un ritual secreto, escenificado sólo de cara a la historia, por más pequeña y poquitera que esta justificación implicara. Fueron los nocivos tiempos del tapado y su contraparte: el destape, eufemismo que perdura hasta estos días.
Sin duda hubo momentos estelares de tal oficio palaciego, como el que entronizó a López Mateos en la Presidencia; Ruiz Cortines hizo las veces de un sumo sacerdote pagano. A partir de entonces nada fue igual y la supuesta magia trabajada entre espejos repetitivos se esfumó. Los abusos contra la voluntad ciudadana desembocaron en desequilibrios sistémicos, quiebres o groseros fraudes, quizá porque no se alcanzó la maestría requerida o porque la sociedad maduró, a forzadas marchas, sus apuestas participativas. Fue por ello que Díaz Ordaz se vio tentado a suplir a Luis Echeverría como candidato designado por él. O que López Portillo no tuviera rival en la contienda. O que De la Madrid diera paso, en medio de profunda crisis inflacionaria, al ciclo neoliberal de la tecnocracia, imponiendo, con monumental fraude, a su criatura: el gran corruptor del sistema político-económico-cultural que produjo la mayor concentración de la riqueza nacional. Y qué decir del gran trauma del asesinato de un candidato designado (Colosio) que posibilitó el encumbramiento de Zedillo, un burócrata inacabado, entreguista hasta la obcecación, dando finiquito, con la selección de su prospecto, al largo periodo priísta.
El encumbramiento del PAN al Ejecutivo federal no implicó apertura o el cambio prometido al echar de Los Pinos al PRI y, con él, a toda esa tradición autoritaria decadente. Por el contrario, fue un ensayo bastante desmejorado de autocracia sometida, por irónica desmemoria e incapacidad innovadora, al mandato de una plutocracia abusiva y soberbia engordada por el salinismo. El miedo a una transformación del poder orientado a gobernar de cara al pueblo, desde posiciones de izquierda, fue un acicate compulsivo y racista de las cúpulas. Vicente Fox se convirtió, por su propia gana y ramplones desplantes, en un efectivo traidor a la tentativa democrática que parecía ganar terreno entre el electorado nacional. Los tanteos para heredarle el puesto a su desbocada pareja lo habían conducido a un callejón sin salida que erosionó su influencia partidaria. Pero no resistió la orden de su superior coalición de mandantes y se entregó, de lleno, a trampear la elección. Cargar los dados ahora él mismo llama a su alocado desenfreno. Tal esfuerzo, persistente en su ilegalidad, corrió por innumerables carriles hasta convertirse en obsesión elitista. Éste fue, qué duda cabe, el punto neurálgico del fraude perpetrado: el uso y desuso de todos y cada uno de los recursos del sistema de poder, que ciertamente son vastos. El desenlace es harto estudiado y vilipendiado por esforzados y solitarios opositores y críticos. Pero también ha sido defendido, con poco decoro y mucho cinismo, por el enorme coro oficialista. La división que hirió al cuerpo de la nación alcanzó esferas antes imprevistas por los irresponsables hacedores de la trama de marras. Nadie se hizo cargo de las consecuencias, pero la ilegitimidad de origen que acompaña, como irónica sombra plagada de millonarias sospechas al señor Calderón, materializó muchas de las peores predicciones. La incapacidad operativa, los errores de cálculo, la ausencia de información confiable para elaborar escenarios alternos a su guerra, la improvisación y demás debilidades mostradas fueron rasgos definitorios desde el mismo inicio de la actual administración panista.
A pesar de todos los avatares que han acompañado al drama sucesorio todo indica que, tanto el señor Calderón como la elite decisoria en su calidad de entidad plutócrata, no cejarán en su intentona de imponer a los que elijan como depositarios de sus intereses y, al mismo tiempo, protectores de sus legados. Unos, los de arriba, ya apuntaron hacia un gobernador (EPN) y le han enfilado, desde hace cinco años, todos los reflectores del estrellato televisivo. Mediante artificios, diseñados con esmero mercadológico, han levantado un espejismo, al parecer atractivo para millones, que puede llegar a funcionar en las urnas. Todo dependerá de que una relativa mayoría de mexicanos acepten esta manipulación. Poco importa que tal fenómeno pueda convertirse en trágico destino para muchos menesteres futuros de bienestar colectivo, progreso e independencia soberana. El señor Calderón, por su parte, ha patentado que dará rienda suelta a sus compulsiones hereditarias. No tiene variedad de concursantes a sucederlo desde el panismo, ya muy desgastado y de menor calado. Aun así, dedicará el resto de su periodo a materializar sus íntimos deseos de gran señor y conductor de suertes, aunque tales pretensiones se le disuelvan entre humaredas.
El señor Calderón continuará ofreciendo un triste espectáculo ante los ciudadanos. Por un lado evidenciará la subordinación y entreguismo ante los estadunidenses que ya lo distingue, tal y como se revela en las filtraciones recientes. Y, por otro lado, envenenado el ambiente con supuestos, malintencionados, de gente indigna, para dañar la opción de izquierda efectiva que tienen los mexicanos. Desea que los centros de poder del potente vecino fortalezcan su animosidad contra los aires de renovación que corren por el subcontinente y que, en México, pueden convertirse en consciente y huracanada voluntad de cambio.
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